sábado, 4 de diciembre de 2010

Isolda

    Seignors, fait el, pour Deu merci,
Saintes reliques voi ici.
Or escoutez que je ci jure,
De quoi le roi ci aseüre:
Si m'aït Ex et saint Ylaire,
Ces reliques, cest saintuaire,
Toutes celes qui ci ne sont
Et tuit icil de par le mont,
Q'entre mes cuises n'entra home,
Fors le ladre qui fist soi some,
Qui me porta outre les guez,
Et li rois Marc mes esposez.
Ces deux ost de mon soirement,
Ge n'en ost plus de tote gent.
De deus ne me pus escondire:
Du ladre, du roi Marc, mon sire.
Li ladres fu entre mes janbes.


Luego dicen que Isolda da miedo a los hombres, que representa el femenino deseado y temido. ¡Madre mía! ¿Y se extrañan? Entre los ascendientes míticos y la ambigüedad, aquí la dama no se corta un pelo.

Os explico: esta tirada es el juramento que hace la amiga delante de todo el mundo —su esposo, el rey Marcos; su protector, el rey Arturo; su amante, Tristán; y toda la corte— de que los únicos que han entrado entre sus piernas son su marido y el leproso que acaba de pasarla de un extremo a otro del puente del Mal Paso. Leproso, todo hay que decirlo, que es en realidad Tristán disfrazado, por orden de la reina. ¿Conclusión? Sin caer en perjura, Isolda se libra de toda acusación de adúltera y condena a ser quemada viva —o algo peor. Vamos, que la chica no es tonta.

Ni tonta, ni nada que se le parezca. El episodio del Mal Paso —versión de Béroul, segunda mitad del siglo XII— es, sin duda, el clímax del personaje, el momento álgido en el que se muestra tal y como es. Para el lector, claro: Isolda es la reina del “faux-semblant”, de la intriga y el engaño.

Veamos sus rasgos: físicamente, la descripción de Isolda bebe de los cánones clásicos y corteses. Ojos claros, cabello dorado y hasta los pies, piel rosada… Elegancia y belleza en grado sumo, mil veces descrita por el narrador y loada por los cortesanos. En esta escena en concreto, vestuario digno de una reina por cortesía del padre Ogrin, perfectamente detallado. Isolda encanta y enamora a todos: su rubor la convierte en esa mujer frágil que todo hombre desea proteger, en esa dama ideal e inalcanzable que todo caballero desea servir.

Pero, ¡amigo! Otra cosa bien distinta es su carácter. Vengativa y cruel, mentirosa y disimulada, calculadora a sangre fría, la reina convence y engaña a su antojo con una retórica digna de Nerón. No en vano, tanto en la versión de Béroul como en la de Thomas, es suya la primera voz que leemos al comenzar la novela. Una voz que dirige y ordena; que guía a su caballero Tristán, “qui agit sous son impulsion dans les circonstances décisives ou secondaires de leur existence” (P. Jonin, p 164-165); que convence a su marido de su inocencia; que consigue la muerte de sus enemigos y la piedad de sus partidarios. Una voz que revela al lector el lobo bajo la piel de cordero.

Isolda proviene de Irlanda. No sólo dentro de la novela, sino dentro del imaginario popular. Nada se inventa en el siglo XII —sólo se reescribe—, e Isolda supone una mezcolanza mítica de tomo y lomo, que la emparenta con los misterios del Otro Mundo, con hadas célticas y brujas del país de las brumas, con valkirias y diosas griegas, con mujeres-pájaros y fuerzas de la naturaleza. Isolda es una mujer fuerte, un rol activo, precisamente porque no es una mujer. Con la belleza de un hada y la crueldad de una valkiria, con la astucia de una heroína griega y la reputación de una reina artúrica, Isolda se planta en un nivel superior; un nivel en el que adquiere un poder que escapa al resto de personajes, a los hombres que la rodean. Y da miedo.

Da miedo porque su fuerza, su poder, es el que mueve la acción de la novela. Es ella la que sana a Tristán, la que le da a beber el filtro —si bien éste ha sido preparado por su madre, al compartir nombre, de alguna manera se plantea a Isolda como heredera de estos conocimientos—; es ella la que engaña al rey en la entrevista del bosque, haciéndole creer en una falsa inocencia por medio de un discurso que el propio Tristán no entiende hasta casi el final; es ella la que trama el regreso a la corte, la que prepara la escena del Mal Paso. Isolda es quien ríe al enterarse de la muerte del primer barón, la que dirige la flecha de Tristán hacia el tercero; la que no tiene piedad del Caballero Negro. Ella, que con su cara de inocencia consigue la protección de Arturo y el perdón de Marc, el amor del pueblo y la servidumbre de Tristán, no es otra que la que mueve los hilos de la historia.

¿Víctima del filtro de amor? Sí, por supuesto. Pero no tanto como Tristán, quien ni siquiera casándose con otra deja de amarla, cuando ella queda feliz al lado de su marido (las escenas de las Locuras de Berne y Oxford hablan por sí mismas). ¿Víctima de tres años de huída y penosa vida en un bosque? No hay duda. Pero como mujer, emparentada con la regeneración y la fecundidad de la naturaleza, de alguna manera se encuentra en su ambiente.

El filtro y los ascendentes míticos plantean un sinfín de posibilidades del personaje. Por un lado, el arte de las plantas y la fitoterapia presentan una cierta ambigüedad: si bien Isolda se ve afectada por el filtro, no lo es tanto como el pobre Tristán. Además, sus conocimientos son más que eficientes en las dos curas de su amante, así como en la tercera, pese a que no llegue a tiempo. La idea de brujería la relaciona con esa Irlanda misteriosa, ese Fin del Mundo del siglo XII rodeado de mitos y magia. Como conocimiento exclusivamente femenino, Isolda se sitúa en un nivel superior en cuanto al hombre y a su amante, poniéndose a su vez en relación con las plantas, a la naturaleza y a la tierra, es decir, con una capacidad regenerativa y fecundadora, una fuerza telúrica y oscura que la reenvía, de nuevo, al misterio y a la magia.

El origen céltico se ve también en otros rasgos de la novela: si el filtro remite a los mitos sobre geis, la huída de la corte con el amante desciende directamente de las sagas aithedas y de una serie de leyendas paganas sobre jóvenes que, por huir de un marido impuesto, se convierten en pájaros. El episodio del Mal Paso, sin embargo, tiene de un origen mucho más amplio: desde las pedaucas (hadas con piernas de pato) hasta las mitologías griega y egipcia, no son pocas las veces en que una diosa se disfraza de vieja y pide a algún mortal que la lleve a la otra orilla de algún río. El agua, que de alguna manera puede detectar y castigar a la perjura, se plantea como un impedimento a evitar: quizá por eso Isolda no llega, en la novela de Thomas, a tiempo para salvar a su Tristán. (P. Walter)

El origen de Isolda es, por tanto, mágico. El rayo de luz en la escena del bosque, como el que señala el lugar de un tesoro o una puerta al Otro Mundo, y el guante de cristal que Marco le devuelve, como señal de que ha visto a los amantes, y que entronca con toda una tradición de objetos mágicos de cristal cuyo ejemplo más conocido actualmente es el del zapato de Cenicienta, son otros dos motivos que emparentan el personaje con un mundo más allá del humano. Isolda es una diosa, y como tal, tiene poder absoluto sobre el hombre: todo caballero y rey cae rendido ante su belleza, convencido ante su palabra. Bajo su apariencia humana, bajo el rubor y la humildad que muestra en público, se esconde un auténtico volcán que sólo se aparece en la intimidad. Si su pasión la convierte en víctima, su astucia en vencedora y su crueldad en verdugo. La desmesura de cada una de sus acciones proviene de la fuerza de su personalidad, de la herencia mítica del personaje. Ni siquiera al desdoblarse en el relato de Thomas pierde su fuerza, su iniciativa, su decisión.

Isolda da miedo. Lo daba al público masculino del siglo XII (G. Duby); casi lo da ahora. Isolda es liberal en sus apetitos, hechizante en su belleza, convincente en su discurso y cruel en su venganza. Isolda es la mujer que todo hombre desea, pero que también teme. Es el pack completo: el uncanny de Poe, lo sublime de Aristóteles. Isolda, damas y caballeros, es quien maneja los hilos, quien inventa el cuento, quien controla la acción. Isolda es, desde el punto de vista narratológico, ni más ni menos que una diosa que juega con los humanos, con los hombres. Y como fémina, como diosa, da miedo. ¿Acaso no hay razón para ello?

viernes, 3 de diciembre de 2010

Día de biblioteca. Día de descubrimientos.

Unas escalinatas eternas que ascienden del Sena. Miras a derecha e izquierda: alcanzar sus límites parece una empresa imposible. Hacia el frente, casi no alcanzas a ver el último escalón. Comienzas a ascender; de alguna manera, cada peldaño parece empequeñecerte. A cada lado, como las esfinges de La historia interminable, empiezan a asomar dos torres. Altas, cuadrangulares, irguiéndose orgullosas hacia el cielo gris; surgiendo del misterio del final de la escalera y agrandándose, agigantándose a cada nuevo paso. Tras el último peldaño miras atrás, al río, y sientes como que algo se ha quedado atrás; algo de ignorancia, algo de inocencia. Frente a ti, la gran explanada se extiende, casi infinita. Las enormes torres parecen vigilarte, atentas, furiosas, como guardianes de algún tesoro secreto y prohibido. Un escalofrío te recorre la espalda mientras te diriges hacia el centro, hacia el abismo que, como un torbellino, parece absorber la vida, el calor, la humanidad; una Caribdis pétrea y silenciosa que aterra y atrae a un mismo tiempo; un Hades en cuya oscuridad se pierden las almas sin remedio.

La Bibliothèque National François Mitterrand es cálida y silenciosa. Dos plantas que rodean un jardín lleno de árboles; grandes ventanales por los que apenas se cuela un poco de la tímida luz de una tarde de diciembre. Las salas alternan un muro de estanterías plagadas de saber con largas mesas de madera, amplias y agradables al tacto. Hay mucho espacio por persona y las sillas son cómodas. Los libros están al alcance de tu mano, y puedes trabajar con dos pilas enormes frente a ti, sin depender de un máximo, de una espera del depósito. Los susurros, el ruido de hojas pasando y de papel rasgado por plumas —aquí todo el mundo usa pluma—, el movimiento tranquilo y cuidadoso de cientos de estudiantes, llenan de vida una sala cuyos muros se elevan al infinito, hacia unos techos altos y levemente iluminados en los que se pierde la vista de los distraídos; como si se tratara de otro mundo, de otro espacio en el que uno ya no es uno mismo, sino una idea que se te escapa, elevándose hasta alcanzar la nube de pensamientos en las alturas. Abajo, un espacio ocupado físicamente, por calor, ruido y movimiento; arriba, por un tejido etéreo y envolvente; invisible, pero de alguna manera presente, palpable.

Moverse por la biblioteca no es difícil: para entrar en las salas necesitas pasar el carnet, y las puertas son como las de metro. En el pasillo, que como un claustro rodea el jardín, hay mucha gente, y no sabes muy bien si están descansando del duro trabajo o han venido a refugiarse del frío. La moqueta rojiza y la madera que lo separan de las salas contrastan con el gris del exterior, con la humedad y la helada que los viejos árboles sufren con paciencia. Dentro, aunque no hace calor, se está bien. Todo invita al estudio, a la búsqueda, a la consulta.

Como la madera de los muros, los tomos de papel y las maderas de cartón son cálidos y tentadores. Recorres las estanterías: la mirada se pierde en filas interminables de libros de todos los tamaños y formas, de todos los colores. A veces, pasas también la mano, acariciándolos. Necesitas cuatro y, mientras los buscas, encuentras títulos que te hacen desear una eternidad de tiempo para consultarlos. Por alguna razón, te acuerdas del cuento de Borges y sonríes: aquí ves el exterior al fondo de cada pasillo; tienes la promesa del placer, de la búsqueda, de la obsesión, pero también la posibilidad de la salida, de la huída.

Cuando por fin encuentras lo que necesitas, vuelves a tu sitio. A esa gran silla cuyo respaldo ancho y cómodo te hace sentir especial; a tu espacio, mínimo en la larga mesa, amplio para trabajar. Colocas la pila delante tuya, hacia un lado para no hacerte sombra. Sacas el estuche y la carpeta. Coges los folios, algunos ya llenos de garabatos, de notas para el trabajo; otros blancos, límpidos, tabula rasa en la que pronto tendrás un poco más de conocimiento, una pizca del saber escondido entre las páginas. Sacas la pluma y abres el capuchón; al colocarla entre los dedos sientes un cosquilleo especial, una especie de energía.

Es entonces cuando miras los libros; cuando lees los títulos, valorando cuál va a ser el primero, escogiendo el que parece más interesante. Alargas la mano para alcanzar la promesa…

miércoles, 1 de diciembre de 2010

París. Frío y gris a perpetuidad.

Sin embargo, hoy no te parece tan horrible. Hoy pega que sea así: pega la gente con la cabeza baja y con prisa; pegan los colores oscuros de los abrigos, el cielo nubloso, el humo y las luces de los coches, pese a ser bien entrada la mañana. De alguna manera, todo eso, que ayer te parecía horrible, hoy te gusta.

Uno de diciembre. Frío; mucho frío. Lo que más te preocupa es el pelo mojado, apenas escondido bajo el gorro. Lo piensas de camino, mientras te cambias en unos vestuarios mixtos y te haces un plan de la sesión —calentamiento a completo, brazos…; hoy voy a trabajar las piernas—. A la salida, apenas un segundo en notar las manos heladas, la nariz goteante.

Pequeños copos blancos revolotean por doquier. Al menos—te dices—, la temperatura no ha bajado de cero grados. Mínimos, como polvo de hadas, los ves recortarse sobre los tejados oscuros, sobre los escaparates sin luces del mediodía. La gente, todavía sorprendida, no ha tenido tiempo de llegar a sus destinos, de refugiarse del frío.

¿Sabéis esa leyenda de que Rowling escribió los dos primeros de Harry Potter en una cafetería, huyendo del frío? Yo, que no escribo, que no tengo ni para tomarme un café, me refugio en la biblioteca.

Pero no me puedo concentrar. La nevada, sin llegar a ventisca, es cada vez más fuerte. A través de los grandes ventanales, la mirada y la mente se pierden en cada mota blanca, en el conjunto de algodones. Poco a poco oscurece, y apenas sí adivinas que siguen cayendo, perennes, interminables.

En la biblioteca hace calor. Por lo menos, ya sientes las manos, y has dejado de temblar. Vuelves en ti y comienzas a trabajar; a leer y releer, a marcar versos, a buscar libros. De vez en cuando, la mirada vuelve a escapar a través de los cristales. Ya casi no se ven, pero sabes que siguen ahí, como una lluvia de pequeñas estrellas heladas.

Cuando por fin te echan, a la hora de cerrar, vuelves a verlos, a oler el frío, a sentir cómo cae sobre ti, empapándote, helándote. Pero, de alguna manera, te alegras, y en lugar de hacer el transbordo acostumbrado, bajas a tres paradas de metro y subes andando, disfrutando el momento; disfrutando el frío, la nevada, las luces de Navidad, ya encendidas.

Es uno de diciembre. París brilla de alegría. Y nieva.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Sacrilegios

Je suis bouffon de cour!
Ne vouloir, ne pouvoir, ne devoir, et ne faire
Que rire!


Un padre contrahecho. Una hija. Un rey que nada tiene que envidiar a Don Juan. Voilá el cuadro que servirá de base a Rigoletto, por cortesía de monsieur Hugo. Nada que envidiar al mejor Lope de Fuenteovejuna, del Caballero de Olmedo. Y sin embargo…

Sin embargo, una no tiene muy claro si lo que falla es la representación o la escuela. Un palacio renacentista convertido en discoteca, pase. Un grupo de grandes de Francia convertidos en una especie de modelos… bueno, puede que el código sexual español no sea el mismo que el francés; pase. Un rey que seduce a base de gritos, que más bien da es miedo antes que ganas de ir al catre… bueno, venga, va. Lo que no perdono es la actuación de Triboulet.

Triboulet. El bufón; el intrigante; el padre. Triboulet, que en la corte es apariencia y risa falsa, intriga y cizaña; y en su casa corazón noble, padre temeroso. En el texto es perfectamente clara la diferencia; transparente la transformación. Si en algún texto se puede asociar el espacio a la acción, al carácter del personaje, es en éste: falso en sociedad, «bien méchant, bien cruel et bien lâche»; sincero y apasionado en la intimidad, en la familia, en el lugar seguro.

¿Por qué, entonces, no llevar la diferencia a la escena? ¿Por qué el Triboulet exagerado, histriónico, de la corte, ha de serlo también en la pasión íntima del dolor? ¿Qué es una súplica de un padre por su hija perdida en medio de saltos, de posturas inverosímiles, de gritos y gruñidos? ¿Qué un llanto —un planto, debiéramos decir— por la muerte de su único bien cuando el cadáver es zarandeado y golpeado sin piedad? ¿Eso es pasión? ¿Eso dolor?

El problema es que el tema era muy español. El problema, que el verso de Hugo nada envidia al de Calderón, que sus monólogos están a la altura de cualquier padre deshonrado de Lope. El problema, quizá, es que una está más que acostumbrada a verlo sobre la escena. Pero de otra manera. Y no sabe si, realmente, el fallo ha sido del montaje o del punto de vista francés.

Hablamos de Hugo, del gran Hugo, del romántico que recuperó para nosotros, españolitos incultos, nuestros grandes clásicos, nuestro Segismundo. Hablamos de un padre que busca venganza por la honra de su hija, de una pasión dramática —el texto, el verso, la expresión lo son—, de unos monólogos que exigen un cierto grado de patetismo. Patetismo, sí, pero no histrionismo: el dolor y la furia exigen movimiento, pero no saltos; exigen desgarro en la voz, modulaciones de tono, pero no gritos; exigen fuerza, pero no descontrol.

Lo que una se pregunta en realidad es si lo que el director de escena ha pretendido es actualizar una obra o burlarse de ella. ¿Cambiar el ambiente “orgiástico” de una corte del siglo XVI por una discoteca de hoy en día? Eso está más que visto. ¿Proponer caballeros como buitres de garito? No me extrañaría que también. ¿Sustituir un barrio pobre por una calle como la mía? Bueno, si el ambiente lo exige, ¿por qué no? Lo que una no perdona —lo que no puede perdonar— es que esa frivolidad, esa ligereza, contagien al personaje trágico de la obra, al personaje central. Triboulet no es como los cortesanos; no es un cortesano. Y si con ellos ha de estar en las fiestas y como ellos comportarse en su trabajo, eso no le convierte en uno de ellos, no le vacía de sentimientos y pasiones, no le convierte en un vividor de la noche. ¿Por qué, entonces, hace esa lectura? ¿Por qué olvidar las dos caras de Triboulet? ¿Por qué, en fin, traicionarle así, convertirle en un exceso, mantenerle de bufón? Triboulet no es un bufón: trabaja de bufón. Y eso, parece ser, se le ha olvidado a monsieur Rancillac.

martes, 23 de noviembre de 2010

Puis a tant feru et hurté...

Adont ne le prise une bille:
jusqu'à la dame ne s'areste,
maintenant le prent par la teste,
si l'a desous lui enversee,
la roube li a souslevee,
si li a fait icele cose
que femme aimme sor toute cose:
le vit li a el con bouté,
puis a tant feru et hurté
que il fist che que il queroit.


Vale, lo siento: no he podido evitar ponerlo en francés antiguo. Además, así se ve la rima y hay ciertas cosas que los no francófonos pueden comprender un poco mejor. Vosotros echadle imaginación, que el verso más interesante es justo el que no comprende ni Peter.

En fin, que realmente no tengo nada que contar. Es simplemente que leer esto en un libro de fábulas del siglo XIII y encontrar títulos como Le chevalier qui fist parler les Cons o Berangier au lonc Cul, y luego empezar a leer y encontrarme cosas tan jugosas como la presente… Coño, necesitaba compartirlo. Además, tengo que reconocer que la profe tiene valor: con lo cosina que es —tan francesita, tan timidina—, cualquiera se lo espera. Ahora, eso sí: lo más escabroso lo ha encasquetado en las exposiciones, que ahí a quien le salen los colores son a las dos pijas de turno que se pintan como una puerta para hablar de estas cosas, y a dos o tres paviconas de última fila que no paran con la risa tonta. Vamos, que entre estas lecturas y que la última clase la dedicamos a Los caballeros de la tabla cuadrada de los Monty Python, sólo por eso ha merecido la pena el curso. (Y por mi Lancelot de la carreta. Ais…)

Por cierto, fricada para filólogos: Amparina, ¿te has fijado en la última palabra? ¿Sabes que en francés antiguo había también cosas como «ouir»? Tronca, si es que son rebuscados hasta para evolucionar el idioma. ¡Qué ganas tiene esta peña de sentirse superiores! ¡La Virgen!

martes, 16 de noviembre de 2010

He de ser mujer para darte quejas, varón para ganar honras.

Generoso Segismundo,
 cuya majestad heroica
 sale al día de sus hechos
de la noche de sus sombras;
y como el mayor planeta,
que en los brazos de la Aurora
se restituye luciente
a las flores y a las rosas,
y sobre mares y montes,
cuando coronado asoma,
luz esparce, rayos brilla,
cumbres baña, espumas borda;
así amanezcas al mundo,
luciente sol de Polonia,
que a una mujer infelice,
que hoy a tus plantas se arroja,
ampares, por ser mujer
y desdichada; dos cosas,
que para obligar a un hombre
que de valiente blasona,
cualquiera de las dos basta,
de las dos cualquiera sobra.
Tres veces son las que ya
me admiras, tres las que ignoras
quién soy, pues las tres me has visto
en diverso traje y forma.
La primera me creíste
varón, en la rigurosa
prisión, donde fue tu vida
de mis desdichas lisonja.
La segunda me admiraste
mujer, cuando fue la pompa
de tu majestad un sueño,
una fantasma, una sombra.
La tercera es hoy, que siendo
monstruo de una especie y otra,
entre galas de mujer,
armas de varón me adornan.
Y porque, compadecido
mejor mi amparo dispongas,
es bien que de mis sucesos
trágicas fortunas oigas. […]
Lo más que podré decirte
de mí, es el dueño que roba
los trofeos de mi honor,
los despojos de mi honra.
Astolfo...  ¡ay de mí!, al nombrarle
se encoleriza y se enoja
el corazón, propio efecto
de que enemigo se nombra.
Astolfo fue el dueño ingrato
que, olvidado de las glorias
—porque en un pasado amor
se olvida hasta la memoria—,
vino a Polonia llamado
de su conquista famosa,
a casarse con Estrella,
que fue de mi ocaso antorcha.
¿Quién creerá que habiendo sido
una estrella quien conforma
dos amantes, sea una Estrella
la que los divida agora?
Yo ofendida, yo burlada,
quedé triste, quedé loca,
quedé muerta, quedé yo,
que es decir, que quedó toda
la confusión del infierno
cifrada en mi Babilonia;
y declarándome muda,
porque hay penas y congojas
que las dicen los afectos
mucho mejor que la boca,
dije mis penas callando,
hasta que una vez a solas,
Violante, mi madre, ¡ay cielos!,
rompió la prisión, y en tropa
del pecho salieron juntas,
tropezando unas con otras.
No me embaracé en decirlas;
que en sabiendo una persona
que, a quien sus flaquezas cuenta,
ha sido cómplice en otras,
 parece que ya le hace
la salva y le desahoga;
que a veces el mal ejemplo
sirve de algo.  En fin, piadosa
oyó mis quejas, y quiso
consolarme con las propias;
juez que ha sido delincuente,
¡qué fácilmente perdona!,
y escarmentando en sí misma,
y por negar a la ociosa
libertad, al tiempo fácil,
el remedio de su honra,
no le tuvo en mis desdichas;
por mejor consejo toma
que le siga, y que le obligue,
con finezas prodigiosas,
a la deuda de mi honor;
y para que a menos cosa
fuese, quiso mi fortuna
que en traje de hombre me ponga.
Descolgó una antigua espada,
que es ésta que ciño. Agora
es tiempo que se desnude,
como prometí, la hoja,
pues confïada en sus señas,
me dijo, "Parte a Polonia,
y procura que te vean
ese acero que te adorna,
los más nobles; que en alguno
podrá ser que hallen piadosa
acogida tus fortunas,
y consuelo tus congojas."
Llegué a Polonia, en efecto;
pasemos, pues que no importa
el decirlo, y ya se sabe,
que un bruto que se desboca
me llevó a tu cueva, adonde
tú de mirarme te asombras.
Pasemos que allí Clotaldo
de mi parte se apasiona,
que pide mi vida al rey,
que el rey mi vida le otorga,
que, informado de quién soy,
me persuade a que me ponga
mi propio traje, y que sirva
a Estrella, donde ingeniosa
estorbé el amor de Astolfo
y el ser Estrella su esposa.
Pasemos que aquí me viste
otra vez confuso, y otra
con el traje de mujer
confundiste entrambas formas;
y vamos a que Clotaldo,
persuadido a que le importa
que se casen y que reinen
Astolfo y Estrella hermosa,
contra mi honor me aconseja
que la pretensión deponga.
Yo, viendo que tú, ¡oh valiente
Segismundo!, a quien hoy toca
la venganza, pues el cielo
quiere que la cárcel rompas
de esa rústica prisión,
donde ha sido tu persona
al sentimiento una fiera,
al sufrimiento una roca,
las armas contra tu patria
y contra tu padre tomas,
vengo a ayudarte, mezclando
entre las galas costosas
de Dïana, los arneses
de Palas, vistiendo agora,
ya la tela y ya el acero,
que entrambos juntos me adornan.
Ea, pues, fuerte caudillo,
a los dos juntos importa
impedir y deshacer
estas concertadas bodas:
a mí, porque no se case
el que mi esposo se nombra,
y a ti, porque estando juntos
sus dos estados, no pongan
con más poder y más fuerza
en duda nuestra victoria.
Mujer, vengo a persuadirte
al remedio de mi honra;
y varón, vengo a alentarte
a que cobres tu corona.
Mujer, vengo a enternecerte
cuando a tus plantas me ponga,
y varón, vengo a servirte
cuando a tus gentes socorra.
Mujer, vengo a que me valgas
en mi agravio y mi congoja,
y varón, vengo a valerte
con mi acero y mi persona.
Y así, piensa que si hoy
como a mujer me enamoras,
como varón te daré
la muerte en defensa honrosa
de mi honor; porque he de ser,
en su conquista amorosa,
mujer para darte quejas,
varón para ganar honras.


Una buena parrafada, ¿eh? Para mí, lo mejor de la obra. Esa Rosaura, ese huracán que da primera vida a la escena. Las tablas vacías, muertas, y ella, dolor y furia, honra y venganza, que clama al cielo por su honor perdido, a la tierra por su vergüenza, llenando de pasión la madera hueca.

Quien haya tenido la paciencia de leerlo sabe ya —o intuye— la historia de Rosaura, de esta dama —rosa de oro, con todo lo que eso conlleva— que busca, como otras muchas, la restitución de su honra. ¿Cuál es, entonces, el rasgo que la difiere de tantas y tantas otras del teatro español? ¿Cuál la clave que la convierte en uno de los personajes femeninos más importantes del teatro europeo? Rosaura, cuyo nombre evoca el secreto y el bien más preciado de la mujer a la vez que la relaciona con el sol y la nobleza, resume, en todo este “monólogo” —que realmente no lo es porque tiene un interlocutor en escena— su razón de ser; su pasado, presente y futuro; su propia eternidad.

¿Qué es la mujer en el Siglo de Oro? ¿Cuál es su papel social? ¿Cuál su posibilidad de actuación? Ninguna. La mujer no es nada, sino el recipiente del honor del hombre —padre, hermano, marido—. Ella no cuenta para nada, no hace —no puede hacer— nada, sino clamar por su bien perdido. Es el hombre, el tutor, el auténtico dueño de la honra, quien ha de protegerlo, defenderlo y vengarlo. Y ella mira y espera.

Hablo de honra porque es el caso. También ocurre con cualquier otro tipo de actividad social. ¿Qué es Lady Macbeth sino el cerebro de su marido, el intelecto que controla e incita la fuerza bruta del hombre? ¿Por qué Belisa y Doña Juana se disfrazan para encontrar y conquistar a Don Juan y Don Martín? ¿Por qué Viola se hace pasar por su hermano? La lista es innumerable, y más allá del interés estético del público masculino —¡que vivan las curvas!—, la mujer vestida de hombre implica una problemática social bastante actual. Una problemática que, a pesar de estar mil veces representada en la escena, sólo Rosaura teoriza de una manera concreta.

«Mujer, vengo a persuadirte/al remedio de mi honra;/y varón, vengo a alentarte/a que cobres tu corona.» ¿No hay, quizá, algo de Lady Macbeth en el interés político de Rosaura? Salvando las distancias —especialmente en cuanto a la motivación—, Rosaura se mete aquí en terreno prohibido para la fémina, en una actividad puramente masculina: la lucha por el poder. Y para ello se convierte en varón; necesita, convertirse en varón.

Rosaura, que al igual que Aldonza Lorenzo es vivo reflejo de su madre, intenta tomar, sin embargo, las riendas de su propia venganza. Pero para ello necesita transformarse, necesita dejar su posición pasiva y convertirse en personaje activo. ¿Cómo hacerlo siendo mujer? Imposible: la mujer es personaje pasivo por naturaleza; es testigo y víctima, jamás ejecutor o verdugo; jamás agente de la acción. La espada, regalo de su madre —también burlada— cobra en esta transformación una gran importancia: símbolo fálico por antonomasia, no lo es por su forma, sino por lo que representa. Elemento masculino sólo por ser un arma y por ser el hombre el que lucha, el que la utiliza; utensilio de violencia, de muerte, de poder, venganza y, quizá, justicia. Es la espada, y no otros detalles de la vestimenta, lo que convierte a Rosaura en hombre, lo que permite el engaño social y, por tanto, la libertad de acción de la mujer. La espada, que tanto remarca la madre de Rosaura y que ésta desenfunda en el momento de mayor tensión dramática, de mayor acción social y política —recordemos que se trata del levantamiento de Segismundo, apoyado por el pueblo, contra el rey Basilio—, es lo que le permite, por fin, convertirse en un personaje activo y luchar abiertamente por sus propios intereses, por su honra.

Uno de los mayores aciertos de esta obra es, sin duda, el paralelismo de tensión dramática que existe entre las dos historias principales. Es una pena que el lector poco instruido se quede sólo con la copla de Segismundo, pero una vez más podemos ver el décalage del rol social femenino. La historia de Rosaura es —quizá barro demasiado pa’ casa— aún más fascinante que la del príncipe. Son tres los encuentros de los dos personajes —remito al texto—: el primero, en el que Rosaura aparece vestida de hombre, supone el primer ser humano que Segismundo ve, aparte de su carcelero Clotaldo; el segundo, la dama es ahora criada; el tercero, «siendo/monstruo de una especie y otra,/entre galas de mujer,/armas de varón me adornan». ¿Qué es entonces Rosaura? ¿Qué, este «sol, lucero, diamante, estrella y rosa» que blande la espada y guía y levanta masas a la revolución?

Rosaura es una mujer del siglo XX en una sociedad del siglo XVII. Rosaura es una pionera, una luchadora; como las primeras que llevaron pantalones o que condujeron coches, las primeras solteras por elección propia. Rosaura es una mujer activa, ni más ni menos. Pero está atrapada en el Siglo de Oro, en una sociedad que la condena. No puede ser lo que es: por eso el disfraz y la crisis de personalidad; por eso el monstruo. Rosaura viaja sola, se defiende sola, llega sola a su destino y sola planea su venganza; pero no puede llevarla a cabo: no puede recuperar su propia honra, porque, a pesar del disfraz, a pesar de la espada, sigue siendo mujer. He ahí su gran tragedia, la gran tragedia de todas las damas deshonradas —dentro y fuera del teatro—: por mucho que intenten cambiarlo, por mucho que luchen o se disfracen, siguen siendo mujeres; siguen siendo sujetos pacientes de la acción.

Rosaura necesita a Segismundo; necesita que Segismundo vengue su honra, que restablezca el orden. Dejemos a un lado la anticipación de la victoria de Segismundo, de su acceso al trono, que la petición conlleva. Rosaura no necesita un rey: necesita un hombre; un hombre que restablezca su honra. ¿Por qué? Porque, al fin y al cabo, es una mujer. Una mujer que se ha disfrazado de hombre, que ha actuado como tal, pero que se ha descubierto: la rosa robada, el secreto conocido. La mujer vuelve a ser mujer, y como tal debe comportarse. Por eso implora el remedio de su honra; por eso enternece; por eso necesita que «me valgas/en mi agravio y mi congoja». Y si, como hombre —como única posibilidad de agente, de mujer activa— ofrece su aliento, su servicio y su acero a Segismundo, es sólo como moneda de cambio para su propio interés, porque necesita un hombre que la restituya.

¿Qué es Rosaura aquí? ¿Es la dama deshonrada o el hombre político? ¿Es la mujer encerrada en el espacio interior —la familia, el nombre—, o el macho destinado a un espacio exterior, social? ¿Qué es Rosaura exactamente? ¿Qué es Don Juan, qué Don Gil? ¿Qué Cesario? ¿Qué es la mujer vestida de hombre? ¿Es mujer? Sí y no: es disfraz y engaño; es truco. Es un ardid; un paciente agente, una crisis de personalidad. Es un quiero y no puedo con el que todavía lidiamos. Pero en esta batalla, entre tantos soldados, tantos nombres, uno sobresale: Rosaura. Como una amazona, como una heroína, Rosaura destaca: ella es la rosa, con sus pétalos y sus espinas; no es disfraz, ni nombre cambiado, ni engaño real. Rosaura es Rosaura, y en hábitos de criada o ciñendo una espada, se yergue como ella misma, como mujer. Una mujer que da voz a la acción de otras muchas. Una mujer que clama por su libertad de acción, por su capacidad de actuación. ¿Qué lo hace como hombre? Sí, como todas las demás. Pero ella no se esconde, ella lo dice alto y claro: «porque he de ser,/en su conquista amorosa,/mujer para darte quejas,/varón para ganar honras.».

lunes, 1 de noviembre de 2010

Tres y media de la mañana.



¿Nunca os habéis parado a pensar en la jornada laboral de un estudiante?

Tres y media de la mañana. Llevo leyendo desde las once de esta mañana, en sesiones de dos horas o dos horas y media. Una hora para comer; un cuarto de hora para echarse un piti intentando mirar por la ventana sin que los obreros de enfrente me digan cosas; otro cuarto de hora. Por fín, a las seis de la tarde, cierras el libro —lo lanzas al otro extremo de la cama, como objeto odiado que es—; has quedado y malgré que lo último que te apetece es hacer una visita de cortesía y volverte a encerrar en una casa, sólo pensar que vas a bajar cuatro pisos de escaleras y andar hasta el metro te dan una energía inusitada, una alegría de vivir que habías olvidado desde hace tres días.

Tres días encerrada en casa. Tres días intentando encontrar posturas varias que te permitan alcanzar el objetivo marcado. Tres días en los que sales apenas media hora para dar una vuelta a la manzana y poco más.

¿Nunca os habéis parado a pensar en la jornada laboral de un estudiante? Es puente, día de Difuntos. Te levantas a las nueve, te duchas y desayunas, te sientas a leer. Hasta medianoche; hasta las dos de la mañana. Hoy, hasta las tres y media. Sabes cuando empiezas, pero no cuándo vas a terminar. Todo depende de la velocidad de lectura, de la concentración. El objetivo, 300 páginas por día. Trescientas páginas en francés. Trescientas páginas de razonamientos y argumentaciones alegóricas, de vocabulario intuido, de demasiada información. Trescientas páginas. Tienes que llegar a las trescientas: no tienes más tiempo. No puedes tomártelo con calma; no puedes disfrutarlo. Trescientas páginas por día. Lo que dure. Trescientas páginas. En sesiones de dos horas. Trescientas páginas. Alrededor de cincuenta, dependiendo de la concentración. Trescientas páginas. Las cuentas con el rabillo del ojo; raro es darte cuenta de que te has leído más de cinco sin darte cuenta. Trescientas páginas. Hay que cumplir el objetivo. No importa cuánto tiempo tengas que echarle. No importa el dolor de espalda por la postura, el dolor de piernas por no moverte. Trescientas páginas. Trescientas páginas por día. Cuando terminas, no te acuerdas de lo que acabas de leer.

¿Nunca os habéis parado a pensar en la jornada laboral de un estudiante? Sabes cuándo empiezas, pero no cuándo terminas. Tres días encerrada en casa. Trescientas páginas por día. Hay que cumplir el objetivo. Como sea. Trescientas páginas por día…

Tres y media de la mañana. Lo peor es que has calculado mal y aún te queda otro día más, otras doscientas cincuenta y siete páginas.

domingo, 31 de octubre de 2010

Couilles

D’ailleurs, je ne vous trouve pas courtoise d’avoir prononcé devant moi le mot de «couilles», qui n’est pas très recommandé dans la bouche d’une courtoise jeune fille.


A ver, cómo decirlo... Por un lado, la ironía de haber conseguido escaquearse de Cárcel de Amor para después caer, como una pava, en el Roman de la Rose, con sus 600 paginitas de nada y sus argumentaciones indignantemente misóginas. Por otro, el hecho de que la discusión filológica del libro —le mot «propre» de Raison vers les tabous linguistiques d’Amour— gire en torno a un sustantivo del que cualquiera con ligeras nociones del proceso de palatalización por medio yod puede fácilmente deducir el significado en castellano. Quizá aclare algo más la forma singular: couillon.

No, en serio. Hacer un trabajo sobre este libro es una gran putada porque, frente a una primera parte de lo más lírico y romántico (en este momento os aseguro que me considero una experta en preceptos y síntomas de amor) chez Guillaume de Lorris, aquí el amigo Jean de Meun retoma el asunto para cargárselo con premeditación y alevosía, introduciendo interminables digresiones de personajes alegóricos que, a más de dar dolor de cabeza, no tienen nada que ver con el argumento de la historia —o sea, que lo de irse por los cerros de Úbeda le va que ni pintado. Lo peor, que dice según qué salvajadas bajo el auspicio de Juvenal que, si ya en su momento provocaron un auténtico debate, ni imagináis qué úlcera me van a provocar, a mí y a cualquier mujer del siglo XX en su sano juicio. Pero claro, si hay que hacer el trabajo, hay que leerse el libro. ¡Lo que hubiera disfrutado yo haciendo el trabajo sobre mi querido Lancelot y todas sus camas!

En fin, volviendo al tema inicial, yo pregunto: ¿por qué diablos, en un libro de finales del siglo XIII, una discusión sobre el uso del nombre o del eufemismo tiene que girar en torno, precisamente, a ésta palabra, couilles? Vale, claro, es que vosotros no estáis en situación: una, que se ha leído ya los 4000 versos de Guillaume, con su jardín idílico con miles de pajaritos y árboles futales, su carole de ensueño (con trío incluído —¡ejem!), sus ninfas y virtudes, su fuente de Narciso (*nota: comparación fuente Narciso/espejo románticos), su dios Amor y demás compañías alegórico-mitológicas propias del Humanismo temprano; una, que ya tiene en mente ese tipo de imágenes de Fray Angélico y Botticelli, que se sabe casi de memoria los commandements et souffrances d’Amour y casi puede oler esa dichosa rosa cuyo perfume hechiza al enamorado; una, que tiene ejemplos para dar y tomar sobre la distancia del «yo» narrativo y el «yo» protagonista de un sueño profético (temática del trabajo, para ser exactos) —para abreviar, una que estaba ya tan metida en el asunto y estilo de la primera parte…; pues la verdad es que encontrarse cinco páginas sobre si se debe o no decir un eufemismo —¿Cómo dice Razón? Ah, sí : «Chaque femme qui est amenée à les nommer les appelle je ne sais comment : «bourses», «harnais», «choses», «piches», «pines», comme s’il s’agissait d’épines; mais quand elles le sentent bien près, elles ne les trouvent psa épineuses...»—, como que el asunto me deja un poco étonée.

Sí, claro, y podéis decirme que, después de cien paginas de monólogo y desvaríos de la dichosa alegoría —que se pueden resumir en la grandiosa la paráfrasis: «Tu t’appliques à étudier des livres et par négligence tu oublies tout.»/Tu t’appliques à lire des romans et par marre tu oublies tout.—, casi debería esperármelo. Pero qué queréis que os diga: ¡no! Lo último que puedo esperarme en un roman de amor del siglo XIII que comienza como una alegoría de los sentimientos y acciones del enamorado dentro de un jardín o parque ideal, dibujado bajo los cánones clásicos de belleza y armonía, es encontrar cualquier tipo de reflexión filológica que gire en torno a los atributos masculinos! ¡Claro que no me lo espero! ¡Eso es lo que se llama romper el horizonte de expectativas del lector! ¡Qué cojones!

lunes, 25 de octubre de 2010

Blanco y negro... y sangre

—Come, you spirits
That tend on mortal thoughts, unsex me here,
And fill me, from the crown to the toe, top full
Of direst cruelty! Make thick my blood,
Stop up th’access and passage to remourse,
That no compuctions visiting of Nature
Shake my fell purpose, nor keep peace between
Th’effect and it! Come to my woman’s breasts,
And take milk for gall, you murd’ring ministers,
Wherever in your sightless substances
You wait on Nature’s mischief! Come, thick Night,
And pall thee in the dunnest smoke of Hell,
That my keen knife see not the wound it makes,
Nor Heaven peeps through the blanket of the dark,
To cry «Hold, Hold!»


¡¡Dios!! ¿No lo notáis? ¿No notáis el odio, la ira? ¿No notáis, con sólo leerlo, las manos crispadas, las garras; la tensión en cada músculo? Casi se puede tocar, casi se huele…

 ¡Ah! Lo mejor de Shakespeare son siempre los malos. Nada como este monólogo, como el de Edmound. ¿Romeo y Julieta? ¡Venga, hombre! Un par de lloricas que no le llegan ni a la altura del betún a otros amantes. ¿Othello? ¿Hamlet? Otros que tal bailan. Hasta el mismo Macbeth… Nada, que no, que lo mejor de Shakespeare son los malos. Nadie como él sabe describir el lado oscuro; nadie que sepa hacer palpable la sensación. Decidme, ¿dónde sino chez Shakespeare, puede una serie de palabras, de simples sonidos y conceptos, convertirse en ese cosquilleo en las uñas, en esa especie de necesidad imperiosa de enseñar los colmillos? ¿Cuándo, sino bajo su conjuro, se abren las aletas de la nariz, se eriza el bello? ¿Quién, sino el Gran William, convoca el aullido del lobo, la sed de sangre de la hiena? Como un animal; como una fiera dispuesta a atacar, a morder y desgarrar; una fiera hambrienta del rojo líquido en las garras, deseante del calor espeso en el hocico, hediondo y mórbido, goteante...

Furia. Violencia. Crueldad… Nada que ver con el nôh japonés, con esa perfecta estilización de forma y movimiento, de danza y mímica, de símbolo y abstracción; nada que ver con las finas líneas de yamato-e, los colores suaves, la elegancia del samurai, la delicadeza de la geisha.

Y sin embargo, ahí lo tenéis. La oscuridad amenazante de la niebla; la turbia maraña del bosque; el laberinto del palacio. Un título que evoca el rojo, la muerte, la lucha encarnizada. Un mundo de sombras y claroscuros en el que la imagen habla más que la palabra, en el que las más oscuras pasiones no se muestran sino por un leve gesto, un breve movimiento brusco: el silencio que precede a la tormenta.

Curiosa adaptación, ésta; curiosa transformación. La fuerza del verbo, del verso occidental que todo lo dice, sentimiento y acción, pasión y movimiento, convertidos en sosegada imagen oriental, en composición y coreografía, en silencio y expresión. Un encuentro de las más puras tradiciones teatrales de dos mundos diferentes, la acción de Europa y la estética de Asia; la pasión desbordada y la emoción contenida. Un buen cóctel, la verdad. Lástima que para disfrutarlo necesites conocer bien los dos sabores. Aunque no hay mal que por bien no venga: la biblio de la facul tiene vistas al Sena.

viernes, 15 de octubre de 2010

Vicio

vicio. (Del lat. vitĭum). 1. m. Mala calidad, defecto o daño físico en las cosas. 2. m. Falta de rectitud o defecto moral en las acciones. 3. m. Falsedad, yerro o engaño en lo que se escribe o se propone. 4. m. Hábito de obrar mal. 5. m. Defecto o exceso que como propiedad o costumbre tienen algunas personas, o que incita a usarlo frecuentemente y con exceso. [...] (Diccionario de la RAE)


Normalmente, la gente asocia la palabra vicio a algo nocivo para la salud. Si os preguntara cuál es mi peor vicio, seguramente todos responderíais lo mismo: fumar. Entonces yo levantaría las cejas con una expresión escéptica.

Entre fumar y, por ejemplo, ser alcohólico, la gran diferencia es que ser alcohólico hace que pierdas tiempo. Porque ¿qué diablos puedes hacer cuando vas pedo perdido? Nada: ni conduces, ni trabajas, ni haces cosas… Sólo pierdes el tiempo.

Bien es cierto que con estos ejemplos volvemos al hecho de que ambos vicios son perjudiciales para la salud, es decir, físicamente nocivos. Mi vicio, mi gran vicio, sin embargo, no lo es. Podría decirse que tanto en el aspecto físico como en el espiritual, mi vicio es beneficioso. El problema, el gran problema, es el ámbito profesional. Ahí sí que es, podríamos decir, absolutamente destructivo.

En este momento debería estar leyendo como una loca alguna de las cinco obras de teatro o las dos novelas que llevo ya atrasadas; o buscando curro, pateándome el barrio en busca de coles donde colgar carteles de “Se dan clases de español”. Pero aquí estoy, en mi pequeño cuchitril: un día entero libre para hacer cosas útiles y sin embargo lo dedico a algo que sé positivamente que no tiene ningún futuro; perdiendo el tiempo, al fin y al cabo.

¿Que por qué lo hago? No lo sé. ¿Quién sabe? Así funcionan los vicios. Racionalmente sé que es una pérdida de tiempo, que con esto no sólo no voy a ninguna parte, sino que me perjudica. En su momento tuve, por motivos de horario y tiempo, que elegir entre curro y vicio, y escogí el último. Sé —porque lo sé— que mi mala media en la carrera ha sido por su culpa, porque le dedico más tiempo que a estudiar, a leer o a hacer los trabajos. Sé también, desde hace mucho, que realmente mi vicio es la única actividad con la que soy constante y responsable; la única razón por la que una mañana de invierno voy a levantarme temprano para hacer algo o, cuando llego reventada a casa después de todo el día, es lo único para lo que voy a sacar las pocas fuerzas que me quedan. Sé, al fin y al cabo, y muy a mi pesar, que este vicio es lo único que me tomo verdaderamente en serio, para lo que saco tiempo de debajo de las piedras, y que es el centro neurálgico en torno al cual organizo mi día.

¿Que por qué lo hago? Porque es un vicio; simplemente por eso. Porque aunque sé que no me sirve para nada, que lo único que hago con ello es perder el tiempo que debería dedicar a cosas útiles —estudiar, trabajar—, no puedo evitarlo. Me gusta. ¿Qué le voy a hacer? Me gusta cogerlo, llevármelo a la boca —o sentirlo entre mis rodillas— mientras escucho el monótono tic-tac que me va marcar la próxima hora de mi vida, frenando con su ritmo las prisas del día a día. Me gusta ese primer sonido dubitativo —fríos aún los dedos y los labios— y oír cómo, poco a poco, toma fuerza y color. Me gusta escuchar la progresión cromática, armónica, que inunda el aire, y saber que soy yo, que es mi voz leyendo lo que otros escribieron, dándole vida a las manchas negras sobre el papel. Me gusta la sensación de vacío, de olvido de todo, como un hechizo del inexorable tic-tac, siempre presente. Y saber que, por un rato, la vida para a mi alrededor. Y que no existe el mundo, que no hay nada fuera de esta habitación. Nada, salvo el imperturbable tic-tac y yo. Y una promesa entre mis manos.

¿Que por qué lo hago? Porque es un placer, como todos los vicios. Y porque no puedo evitarlo.

jueves, 14 de octubre de 2010

A mí me daban dos

¡Ah, por cierto! Se me olvidaba. Lo del “a mí me daban dos” del post anterior viene a que el chulo amable de la maleta ha encontrado el móvil con cuya pérdida inauguré la semana —menos mal que el disgusto se me pasó haciendo de secuestrador en la clase de Thèâtres Anciennes; que vaya manera de estudiar Plauto, tú. En fin, que el colega (o una de sus chicas) lo ha encontrado y me lo ha devuelto. La verdad es que mi madre está un poco que trina con eso de que, según ella, me haya hecho colega del tipo, pero con la tontería no le veo desde hace dos semanas, que ha sido a Paola a quien se lo dijo y a quien se lo ha dado.

Vamos, que al final yo, que cuando me da apago el móvil una temporada, ahora estoy con tres: dos franceses y uno español. Lo que hay que ver…
¿Sabéis cuando las cosas vienen de dos en dos y nunca sabes sobre cuál escribir? Parece que en París eso de “a mí me daban dos” es l’habitude.


Sobre la cama, el afinador y el metrónomo, las cañas nuevas desperdigadas. Mientras te tomas el café, lo miras. Negro y plata: elegancia pura; el calor de la madera y el frío pinchante del metal en la mañana de otoño que se cuela por las rendijas de una ventana que no cierra bien. Un reflejo dibuja la silueta sinuosa del instrumento que te espera. La vista, la perspectiva de una mañana con él, da fuerza al débil rayo de sol que apenas entra por los cristales sucios.

¿Cuánto hace? ¿Cinco, seis años? ¿Cuánto tiempo te he tenido abandonado? Mi infidelidad no tiene perdón, y lo sé. Tantos años juntos, tantas cosas. ¿Te acuerdas? La hora temida con ese maldito valenciano que tanto nos hizo sufrir, que tantas lágrimas provocó, a duras penas reprimidas. Las tardes de invierno, con el sol del desierto llenando de calor una habitación con piano, fumando en la ventana mientras calentábamos. Y luego las clases de orquesta, a última hora de la noche, ya derrengados. ¡Cuántos viajes acurrucados en la parte trasera de coches viejos tras esas tardes geniales de conservatorio! ¿Y la banda? La salida del ensayo en noche cerrada, ni un alma en la calle o en la carretera, en esa oscuridad que todo lo devoraba. Los conciertos y los certámenes, las cenas de desvarío donde el vino corría como en una orgía romana y acabábamos tocando y bailando pasodobles. El Robus, el Pedrín, el Güili y el Bruno, los dos Forris, las nenas… Nada que ver con las procesiones, ¿eh? Esas terribles procesiones: el frío adherido a unos dedos que apenas si notaban tu contacto; las piernas que no podían, ya al final, aguantar el peso de un cuerpo derrengado tras tres horas; la búsqueda de una pizca de luz con la que leer las marchas nuevas. La delicadeza de La madrugá o la belleza de La Macarena. ¿Te acuerdas, mi vida?

Hoy sí. Hoy sí te acuerdas. Por fin.

El monótono tic-tac del metrónomo, reloj inexorable del tiempo, de la duración de cada nota. Cañas nuevas del 3 ½ en un vaso para su puesta a punto. Entre mis manos heladas, el peso del tubo de madera, de tus llaves frías de metal; en mis labios, el tacto un poco hosco de la caña.

Notas tenidas. ¿Te acuerdas? Esas interminables escalas de redondas. La columna de aire que te da vida; mi aliento. Y, de repente, tu voz. ¿Cuándo fue la última vez? Hace demasiado… Mis labios gritan de dolor y mis pulmones apenas pueden alimentarte. Es más el dolor que te hago que el que sienten mis músculos desentrenados; más el notar cómo te fallo, como me faltan las fuerzas y tu voz es por mi culpa incapaz de inundar el espacio. Lo siento. Lo siento tanto...

Pero todo es práctica, amor; todo lleva su tiempo. ¿Nunca te has parado a pensarlo? Hace más de dos meses que ni siquiera te toco, que no abro tu maletín. Y sí, es verdad, la primera vez ha sido duro. Ambos hemos sufrido. Pero, ¿acaso al final, cuando por fin hemos tocado algo de verdad, no te has sentido bien? Ese intento de Concierto de Mozart, de Concertino de Weber. ¿Acaso, por un momento, no han corrido por tus vetas las fuerzas, por tu interior el aliento vital? Sí, lo sé: no eres ni sombra de lo que fuiste, y es por mi culpa. Apenas llego a hacerte vibrar, a dar vida a pasajes y piezas tantas veces ensayados, tantas veces repetidos, que nos han hecho reír y llorar. Ya lo sé, cariño: demasiado tiempo. Demasiado.

Es irónico, ¿no? Tener que salir de Madrid para volver a encontrarnos. Quizá nos está vedado estar juntos allí. Es irónico venir a Paris para conocernos de nuevo. Qué diferencia, ¿verdad? Mojácar… París… Quizá tu sonido, ese sonido caoba, dulce unas veces, brillante y orgullosa otras, sea el mejor para la ciudad de Napoleón y Baudelaire, para el refugio de Wilde y Cortázar. Quizá tu ambivalencia, tu camaleónico carácter, funcione mejor en esta gran ciudad, esta metrópoli, confluencia de tantas y tantas culturas. Quizá en nuestra historia era necesaria la luz y la sombra de París. No lo sé, pero es posible. De momento, aliento mío, nos hemos vuelto a encontrar, aquí, en París. ¿Y no es acaso París la Ville de l’Amour? On peut donc continuer notre affaire, chérie. On peut nous rencontrer ici, à Paris, et se souvenir de tout; et vivre un autre fois la plus brûlante histoire d’amour. Qu’est-ce que tu penses, chérie? On essai?