domingo, 28 de noviembre de 2010

Sacrilegios

Je suis bouffon de cour!
Ne vouloir, ne pouvoir, ne devoir, et ne faire
Que rire!


Un padre contrahecho. Una hija. Un rey que nada tiene que envidiar a Don Juan. Voilá el cuadro que servirá de base a Rigoletto, por cortesía de monsieur Hugo. Nada que envidiar al mejor Lope de Fuenteovejuna, del Caballero de Olmedo. Y sin embargo…

Sin embargo, una no tiene muy claro si lo que falla es la representación o la escuela. Un palacio renacentista convertido en discoteca, pase. Un grupo de grandes de Francia convertidos en una especie de modelos… bueno, puede que el código sexual español no sea el mismo que el francés; pase. Un rey que seduce a base de gritos, que más bien da es miedo antes que ganas de ir al catre… bueno, venga, va. Lo que no perdono es la actuación de Triboulet.

Triboulet. El bufón; el intrigante; el padre. Triboulet, que en la corte es apariencia y risa falsa, intriga y cizaña; y en su casa corazón noble, padre temeroso. En el texto es perfectamente clara la diferencia; transparente la transformación. Si en algún texto se puede asociar el espacio a la acción, al carácter del personaje, es en éste: falso en sociedad, «bien méchant, bien cruel et bien lâche»; sincero y apasionado en la intimidad, en la familia, en el lugar seguro.

¿Por qué, entonces, no llevar la diferencia a la escena? ¿Por qué el Triboulet exagerado, histriónico, de la corte, ha de serlo también en la pasión íntima del dolor? ¿Qué es una súplica de un padre por su hija perdida en medio de saltos, de posturas inverosímiles, de gritos y gruñidos? ¿Qué un llanto —un planto, debiéramos decir— por la muerte de su único bien cuando el cadáver es zarandeado y golpeado sin piedad? ¿Eso es pasión? ¿Eso dolor?

El problema es que el tema era muy español. El problema, que el verso de Hugo nada envidia al de Calderón, que sus monólogos están a la altura de cualquier padre deshonrado de Lope. El problema, quizá, es que una está más que acostumbrada a verlo sobre la escena. Pero de otra manera. Y no sabe si, realmente, el fallo ha sido del montaje o del punto de vista francés.

Hablamos de Hugo, del gran Hugo, del romántico que recuperó para nosotros, españolitos incultos, nuestros grandes clásicos, nuestro Segismundo. Hablamos de un padre que busca venganza por la honra de su hija, de una pasión dramática —el texto, el verso, la expresión lo son—, de unos monólogos que exigen un cierto grado de patetismo. Patetismo, sí, pero no histrionismo: el dolor y la furia exigen movimiento, pero no saltos; exigen desgarro en la voz, modulaciones de tono, pero no gritos; exigen fuerza, pero no descontrol.

Lo que una se pregunta en realidad es si lo que el director de escena ha pretendido es actualizar una obra o burlarse de ella. ¿Cambiar el ambiente “orgiástico” de una corte del siglo XVI por una discoteca de hoy en día? Eso está más que visto. ¿Proponer caballeros como buitres de garito? No me extrañaría que también. ¿Sustituir un barrio pobre por una calle como la mía? Bueno, si el ambiente lo exige, ¿por qué no? Lo que una no perdona —lo que no puede perdonar— es que esa frivolidad, esa ligereza, contagien al personaje trágico de la obra, al personaje central. Triboulet no es como los cortesanos; no es un cortesano. Y si con ellos ha de estar en las fiestas y como ellos comportarse en su trabajo, eso no le convierte en uno de ellos, no le vacía de sentimientos y pasiones, no le convierte en un vividor de la noche. ¿Por qué, entonces, hace esa lectura? ¿Por qué olvidar las dos caras de Triboulet? ¿Por qué, en fin, traicionarle así, convertirle en un exceso, mantenerle de bufón? Triboulet no es un bufón: trabaja de bufón. Y eso, parece ser, se le ha olvidado a monsieur Rancillac.

No hay comentarios:

Publicar un comentario