miércoles, 1 de diciembre de 2010

París. Frío y gris a perpetuidad.

Sin embargo, hoy no te parece tan horrible. Hoy pega que sea así: pega la gente con la cabeza baja y con prisa; pegan los colores oscuros de los abrigos, el cielo nubloso, el humo y las luces de los coches, pese a ser bien entrada la mañana. De alguna manera, todo eso, que ayer te parecía horrible, hoy te gusta.

Uno de diciembre. Frío; mucho frío. Lo que más te preocupa es el pelo mojado, apenas escondido bajo el gorro. Lo piensas de camino, mientras te cambias en unos vestuarios mixtos y te haces un plan de la sesión —calentamiento a completo, brazos…; hoy voy a trabajar las piernas—. A la salida, apenas un segundo en notar las manos heladas, la nariz goteante.

Pequeños copos blancos revolotean por doquier. Al menos—te dices—, la temperatura no ha bajado de cero grados. Mínimos, como polvo de hadas, los ves recortarse sobre los tejados oscuros, sobre los escaparates sin luces del mediodía. La gente, todavía sorprendida, no ha tenido tiempo de llegar a sus destinos, de refugiarse del frío.

¿Sabéis esa leyenda de que Rowling escribió los dos primeros de Harry Potter en una cafetería, huyendo del frío? Yo, que no escribo, que no tengo ni para tomarme un café, me refugio en la biblioteca.

Pero no me puedo concentrar. La nevada, sin llegar a ventisca, es cada vez más fuerte. A través de los grandes ventanales, la mirada y la mente se pierden en cada mota blanca, en el conjunto de algodones. Poco a poco oscurece, y apenas sí adivinas que siguen cayendo, perennes, interminables.

En la biblioteca hace calor. Por lo menos, ya sientes las manos, y has dejado de temblar. Vuelves en ti y comienzas a trabajar; a leer y releer, a marcar versos, a buscar libros. De vez en cuando, la mirada vuelve a escapar a través de los cristales. Ya casi no se ven, pero sabes que siguen ahí, como una lluvia de pequeñas estrellas heladas.

Cuando por fin te echan, a la hora de cerrar, vuelves a verlos, a oler el frío, a sentir cómo cae sobre ti, empapándote, helándote. Pero, de alguna manera, te alegras, y en lugar de hacer el transbordo acostumbrado, bajas a tres paradas de metro y subes andando, disfrutando el momento; disfrutando el frío, la nevada, las luces de Navidad, ya encendidas.

Es uno de diciembre. París brilla de alegría. Y nieva.

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