domingo, 23 de enero de 2011

Día de domingo


Caos. Llantos. Histeria.
Y de repente nada. Ni una emoción. Calma letal. Apatía.

Cierto es que llevo todo el día sin comer; cierto, que mi estómago ha estado revuelto, y el dolor de cabeza no me ha permitido concentrarme en la lectura —¿os he dicho que por fin me estoy leyendo el Quijote?—. Pero qué queréis que os diga: ya he pasado por esto; ya he tenido mi insomnio, mi estrés, mi desesperación. Y no voy a volver a pasar por ello otra vez. Me niego.

Poneros en situación es fácil: mi casera no es mi casera, sino una alquilada, pero normalmente, cuando tenemos noticias de ella, nos altera el karma de una manera exagerada. ¿Cómo deciros? Es una especie de tirana; una cateta de pueblo que piensa que todos los extrangeros somos unos bárbaros, unos bestias, unos idiotas; y por ende, que puede tratarnos como le dé la gana, y puede machacarnos a gusto. Esta vez, no ha sido otra que decirnos que está prohibido tener gatos y que tenemos que deshacernos de ella en una semana.

Sin embargo, para mí ésta ha sido la gota que colmaba el vaso. Le he aguantado presiones y amenazas cuando se enteró de que estaba en la casa. Le he aguantado que nos subiera el alquiler injustamente y sin ninguna razón —mi querida habitación sin puerta y sin cama, por muy encantadora que sea, me cuesta 400€ pavos al mes, lo que considero un tanto caro para el cuchitril en el que estamos—. Le he aguantado pagar una factura de la luz de julio. Le he aguantado que me imponga un pintor mi primer día de vacaciones... Lo que no le voy a aguantar es que me obligue a deshacerme de mi niña.

Así que, para ser breves, le he escrito un mail —por supuesto, de acuerdo con Paola— y le hemos dicho que muy bien, que el gato se va. Pero que nosotras también. Yo no voy a dejar a mi gata y Paola está demasiado harta como para buscar otra compañera de piso y seguir aguantando tonterías, así que le hemos dicho que nos vamos el 31 de enero, siempre y cuando nos devuelva nuestra fianza el 28. Y, ¡ay, amigo!, lo que son las cosas, que su respuesta ha sido suave como la miel: «¡No, no, no! No hace falta que os vayáis en enero. ¡Podéis quedaros también el mes de febrero! Pero, por favor, haced el ingreso el día uno como siempre...». ¡Je je! ¿Quién lo diría?! ¡Por favor! ¡SVP! ¡Marie nos ha pedido algo por favor! ¿Ahora agachamos la cabeza, eh, cacho z***! ¡Ahora somos amables! Ahora, cuando te encuentras que a una semana de fin de mes, se te van las realquiladas y tienes que pagar tú solita el alquiler, ¿no? Ahora que te plantan cara y te encuentras con el marrón, ahora, sí que somos personas, sí que podemos razonar y sí que merecemos que se nos trate con un cierto respeto. Ahora...

Por desgracia, de eso acabamos de enterarnos hará una media hora. Desde esta mañana. Después del caos que ha provocado: las discusiones entre Paola y yo por la gata —los gritos y acusaciones mutuas, las maldiciones y los insultos, las lágrimas­—; la histeria de mi madre, que me ha colgado dos veces por Skype; todo un domingo —mi último domingo de vacaciones— tirado, con la cabeza llena de cosas; empezar otra vez a buscar piso en París —sólo pensarlo...—. Si hubiera pasado el Katrina no habría hecho nada en comparación con la que ha armado la dichosa Marie. Y todo para que nos venga ahora con esta suavidad, con esta humildad, con esta buena fé...

Nos ha pedido que seamos honestas. ¿Honestas? Perdona, bonita, pero en lo que tú llamas contrato —un papel impreso en el que apenas se leen los nombres de Marie y Caroline (recordemos que Caroline quedó fuera de esto hace más de tres meses) y la dirección de la casa— no aparece nada especificado: ni muebles, ni aparatos, ni estado de la casa... y por supuesto, nada en referencia a tener animales. ¿Honestas? ¿Llamas tú honestidad a que te pidamos un contrato y nos des un papel que simplemente dice que Paola y yo vivimos aquí, y que además no firmas tú, sino tu hermana? ¿Llamas tú honestidad a subirnos el alquiler sin dar ninguna razón? ¿Y eso de hacernos creer que tú eres la dueña hasta hace apenas dos días, cuando a tu madre —mira tú por donde, que nunca has dado la cara sino por mail o mensaje— se le escapa que no lo eres, que tú eres sólo la alquilada? ¿Honestas? Chatina... No mires la paja en el ojo ajeno.

¡Ah! Y se me olvidaba. ¿Consideras tú honesto el decirnos que tengamos la casa divina para la semana que viene, que van a ver el piso unos posibles inquilinos después de nosotras, y que no nos vas a dar una respuesta de si podemos quedarnos hasta que ellos te digan si están interesados o no? Que ya nos conocemos, hombre... Que lo único que quieres es tenernos en vilo y que estemos calladitas; que te paguemos el alquiler de febrero y, quién sabe, quedarte con nuestra fianza a finales de marzo. ¿Y tú nos pides honestidad? ¡Vete a cagar! Ahora, encanto, que las llevas claras: sí, sí; nosotras te pagamos febrero. Pero por las mismas te lo hemos dejado claro en los mails: el último mes, cóbratelo de nuestra fianza. Ergo, si te pagamos febrero como siempre... ¿Adivinas quién se va a quedar también en marzo? ¿Qué! ¿Vas a venir desde Canadá a echarnos? Eso, eso; que ya te tengo ganas. Sólo por la úlcera que me vas a povocar. Pero como te pille un día por banda... ¡Vas a ver lo que es una bárbara cabreada!

En fin, que esas tenemos: que una se ha cansado de poner la otra mejilla y agachar la cabeza y ha decidido tirar por la Ley del Talión. Veremos cómo sale el asunto. Pero de momento, oye, mira, en lugar de buscar piso en una semana, tengo todo un mes. ¡Si es que hay que ser flamenco en esta vida!

viernes, 21 de enero de 2011


Recuerdo la primera vez que la ví: esos ojos vigilando desde la barandilla del descansillo. Cuando pasamos, ni siquiera se inmutó; sólo nos siguió con la mirada; con esos ojos de ámbar, fijos en cada uno de nosotros, en cada movimiento; esos ojos de lechuza, inquisitivos, amenazadores.

A la mañana siguiente, seguía allí. Bajo el sol de primavera —fue alrededor de mi cumpleaños, última semana de abril—, las pupilas no eran más que una línea casi invisible en el círculo amarillo. Había algo sobrenatural en esos ojos. Sin moverse, miró cómo salíamos, cómo entramos a mediodía. Si hubiera sido de pelo corto, habría parecido una figura de porcelana.

Pasó una semana. La dábamos de comer, y ella nos vigilaba. Siempre en la barandilla: siempre en alto; siempre cerca de la puerta, pero a suficiente distancia para que no la tocáramos. Poco a poco, empezó a tener greñas, a llenarse el pelo de pequeñas hojas y pajas del campo. Pero ella seguía allí, siempre allí. Sin intentar entrar.

Mi madre dice que llamó a todos los veterinarios de la zona. Yo no me acuerdo pero la creo. Era de raza —un persa humo—, perfectamente alimentada, con un pelo sano, fuerte y que el primer día se veía recién cepillado. Unos mechones oscuros alrededor de los ojos —de esos dos ámbares como de serpiente— le daban una expresión seria, digna, casi de enfado permanente: quizá vigilaba o quizá no; quizá fuera sólo su cara habitual. Nadie había reclamado su pérdida.

Un día, la dejamos entrar. No la cogimos, ni la metimos: sólo abrimos la puerta y esperamos. Ella nos miró, bajó de la barandilla y entró. Lo hizo con seguridad, con paso firme y el rabo —ese mechón de pelo siempre enarbolado como un gallardón orgulloso— mirando al cielo. Tenía un andar digno, tranquilo, como de reina. Poco a poco, aprendimos que ese era su carácter, que tenía una dignidad especial, como remota, o mítica; algo inherente que no se aprende, sino que se tiene porque sí. Solíamos decir que esa gata nos miraba por encima del hombro.


Lo primero que hizo cuando entró fue marcar distancia con los otros habitantes. Cosa rara, fue más permisiva con los perros; quizá porque eran perros, y son diferentes —más simples, más bastos. Con los gatos fue diferente: pasó bastante tiempo hasta que dejó que alguno de los otros se le acercara. Ya cuando entró por la puerta dejó claro que nadie podía molestarla, que nadie podía cruzarse en su camino. No fueron pocas las veces que oímos pelea en el salón. Cuando ella llegaba, Gastón y Flora huían, se subían al respaldo del sofá o a la mesa del salón. Y ella paseaba a sus anchas por la casa, con su rabo —su plumero— tieso; como una reina en su castillo.

Pronto decidió que su dueño iba a ser mi hermano:  le seguía a todas partes y dormía con él; era al único al que permitía que le hiciera perrerías; el único que podía cogerla o tocarla el rabo; el único que podía abrazarla y estrujarla. A los demás nos gruñía, nos bufaba, nos arañaba: esas cosas le hacían perder su dignidad, y sólo a Guille le estaba permitido ofender su orgullo gatuno. Por supuesto, andado el tiempo, esas eran precisamente las cosas que le hacíamos para chincharla, pero su caballero andante siempre aparecía en su defensa, fuera ella la víctima o la causante.

Decidimos llamarla Morgana: un nombre de reina; un nombre de bruja. Le iba al dedillo, con sus andares majestuosos y su agresividad, con su galardón peludo y sus ojos maléficos, con su clara diferencia entre la adoración por mi hermano y el desprecio por los demás. Morgana, como la hermana de Arturo.

***

Recuerdo varias imágenes suyas.

La recuerdo en todo su esplendor, un mediodía de sol en la terraza: sentada entre las macetas, con su pelaje gris resaltando entre el verde y el ocre. Estaba en todo su esplendor, guiñando los ojos con placidez bajo la luz mediterránea, observando nuestros movimientos desde la otra punta de la terraza; elegante, altiva.

La recuerdo también al fondo del pasillo, entre las sombras; como una esfinge en medio del camino, en la encrucijada; controlando las puertas de los dormitorios y el baño. Cuando se ponía ahí, los otros gatos no se atrevían a pasar y los perros lo hacían con mucho cuidado: se acercaban muy lentamente y pasaban rápido, con miedo. Ella era consciente de su poder y lo disfrutaba; le encantaba sentarse ahí; saber que estaba impidiendo el paso, que imponía respeto suficiente. Una esfinge camuflada en la oscuridad del pasillo —vigilante, amenazadora—, dispuesta a atacar al caminante. A veces, se escondía en el recodo y se tiraba a quien pasara.

La recuerdo también en la ventana de mi madre: un halo blanquecino enmarcándola a contraluz delante del campo y el mar. Su rabo —su famoso rabo— cayendo por la pared, y ella tranquilamente al sol, ahí en lo alto, como en una atalaya. Desde ahí controlaba la escalera —quién subía, quién bajaba—, y sabía que nadie la iba a molestar.


No le gustaba mucho salir. Cuando lo hacía, no desaparecía en la maleza como los otros, sino que se quedaba por la escalera; siempre a la vista, siempre al sol. Había sido una gata casera y estaba acostumbrada a andar sobre asfalto y empedrado más que sobre terreno virgen. Eso formaba también parte de su dignidad: salía a la terraza o al descansillo y se tumbaba al sol o se subía a la barandilla, a observar el mundo. Nunca fue de caza, nunca hizo nada que cambiara esa imagen majestuosa, esa apariencia soberbia. Cuando llegó, ni siquiera comía pienso: solamente carne, y jamón de York. Nunca he visto un gato al que le gustara tanto el jamón de York: creo que era la única cosa por la que perdía la compostura.

***

Recuerdo el verano en que tuvimos a Lula. No debía de tener ni cuatro semanas cuando la trajo mi tía. Los demás gatos la olieron y se fueron, disgunstados por la cría, pero Morgana no. Morgana se quedó con ella; y la adoptó. Le dio muy fuerte: incluso empezó a dar leche.

Recuerdo a las dos sobre la silla de mimbre, justo delante de la estufa: la pequeña, echa una bolita, con sus ojos todavía cegatos inentando verlo todo; la grande, sobre ella, alerta a cualquier movimiento alrededor, dispuesta a saltar a los ojos de cualquiera que se acercase demasiado. Seguramente Roco o Sancho salieron con algún arañazo en la nariz. No dejaba que nadie las tocara.

Un día, se parapetó en el cuarto de mi hermano. No dejaba entrar a nadie: se hinchaba como una bola y bufaba como una loca; se pasó todo el día tirándose a los pies que franquearan la puerta. Desde el marco, se entabló un serio entre nosotros y la gata: nos miraba más fijamente que nunca, más amenazadora que nunca; midiendo la distancia y calculando en qué preciso momento debía saltar para defender a su cría. Creo que sólo mi hermano consiguió entrar —por supuesto, su príncipe azul siempre tenía permiso—, pero aun así no le dejaba tocar a la pequeña. Se pasó días así; hasta tuvimos que llevarle comida y agua a la habitación, y sólo iba a la arena muy de vez en cuando, y tardaba un suspiro en volver con su cría.

Poco a poco, Lula fue creciendo, y Morgana se tranquilizó. Aun así, ya cuando la pequeña correteaba por toda la casa, ella siempre estaba allí; vigilando, controlando que no le pasara nada. Teníamos miedo de que siguiera así al final del verano, cuando se la llevaran, porque las gatas a las que les quitan los cachorros se deprimen.Por fortuna, para cuando llegó el momento, Lula ya era suficientemente mayor como para que su madre estuviera tranquila. Aun así, los primeros días la buscó por todos los rincones de la casa.

***

Un día, Morgana dejó de atacar. Ya no se lanzaba a los otros con las uñas fuera cada vez que pasaban junto a ella; ya no nos mordía. Simplemente, maullaba.

La gata era ya mayor cuando la castramos —supimos que a los gatas de raza no se les castra por aquello de criar, pero nosotros no lo íbamos a hacer y sufren mucho durante el celo—; por eso tenía una voz grave, profunda. Su maullido, tan orgulloso y desafiante antes, cuando mantenía a todos a raya, se convirtió en una especie de queja, en un planto por su dignidad ofendida si alguien pasaba demasiado cerca o la tocaba el rabo. Era un maullido un poco más largo de lo normal, y sonaba a dolor del alma. También empezó a gruñir más.

De las acciones, había pasado a las palabras. Se dedicaba a sentarse en las sillas —siempre había preferido los sitios altos y resguardados— y a vigilar desde allí. De vez en cuando, y sólo si alguno pasaba suficientemente cerca, le lanzaba la zarpa. Por fortuna para ella, ya todos la conocían, y lo que antes había sido miedo pasó ahora a respeto: nadie la molestaba, y los perros aún pasaban junto a ella mirándola de reojo. Poco a poco, también los gatos empezaron a acercarse y, aunque siempre a una distancia prudencial, se sentaban en la silla de al lado, o en la otra punta del mismo sofá.

Sin embargo, ella siguió como siempre: la misma dignidad en el andar; los mismos ojos fijos, controlando el panorama —ya fuera desde debajo de la mesa o desde lo alto de cualquier sitio que le gustara—; la misma figura majestuosa; el mismo carácter fuerte y parcial. Lo único que cambió fue la nueva tranquilidad en la casa; la ausencia de maullidos de pelea y sonido de carreras y huídas precipitadas.

***

De cuando nos cambiamos a Madrid, tengo pocos recuerdos claves. Quizá porque se pasaba la mayor parte del tiempo con mi hermano en su cuarto; quizá porque la mesa de la cocina tiene mantel y no la veía tanto. Quizá porque el cambio de vida —la ciudad, el encierro, la oscuridad— la fue apagando poco a poco.

La recuerdo sobretodo en imágenes sueltas: recogida sobre la cama de mi hermano, mirando de reojo a un Gastón despatarrado en la otra punta. En el balcón, tomando el sol de primavera tranquilamente sentada, tiesa y atenta. Otra vez en la cama, pero ahora, escondida entre la de arriba y la de abajo, sacando la zarpa cada vez que Albus se acercaba. La recuerdo en una de las sillas de la cocina, mirándole ladrar, hinchada como un pavo. La recuerdo en brazos de mi hermano, ronroneando; y él diciéndole mil cucamonas, y metiéndola dentro de la sudadera, y diciendo que la culpa es de Flora porque ataca por la espalda.

Recuerdo que poco a poco se fue poniendo más blanca; sobre todo esa mancha oscura que la hacía tener el ceño siempre fruncido; y la barbilla. Recuerdo que incluso dejó de odiarme —yo siempre la chinchaba—; que se me acercaba y se dejaba acariciar; que hasta se dejaba coger y ronroneaba.

Recuerdo cuando hace dos veranos le dio por no querer saltar para comer; cómo se acercaba y te miraba, y maullaba para que la subieras. Recuerdo a mi hermano plantándole los besos más sonoros del mundo en la cabeza, mientras ella miraba a todo el resto desde lo alto. Recuerdo cómo gruñía a cualquiera que intentara acercarse a su caballero andante cuando ella estaba en sus brazos. Recuerdo cómo miraba, desde su regazo cuando Guille jugaba al ordenador, y vigilaba a los perros, a Gastón y Flora sobre la cama. Si era ella quien estaba en la cama, los otros se ponían en la otra punta, y se miraban de reojo, marcando distancias.

Recuerdo cómo empezó a estropeársele el pelo; cómo aquel pelaje lustroso, brillante, que la hacía duplicar su tamaño, empezó a ser gris y apagado; cómo aquel rabo presuntuoso empezó a parecer un plumero desarrapado. Recuerdo cómo empezó a adelgazar; cómo empezó a pesar menos; cómo la siguiente vez que le cortamos el pelo se le marcaban los huesos de las caderas.

Recuerdo este verano. Recuerdo cuando dejó de comer: cómo empezamos a alimentarla a base de jamón de York —estaba encantada— y luego, cuando ni siquiera podía digerir el jamón, a base de paté. Poco a poco, mejoró. Incluso cuando le salió el pelo de otoño, casi parecía la de antes: vieja, sí, pero igual de guapa que hace un par de años. Igual de digna. Igual de orgullosa.


Recuerdo estas Navidades, con Zambra. Hacía tiempo que Morgana no estaba tan bien. Pareció activarse, con la infancia: de nuevo el mal humor; de nuevo las zarpas; de nuevo los gruñidos cuando alguno —especialmente la nueva— se acercaba demasiado. Recuerdo un par de viajes que le echó, y cómo la pequeña aprendió el truco de la silla: esconderse detrás del mantel y vigilar; y si uno de los perros pasaba, atacar como una loca desde su parapeto.

La recuerdo una de las últimas noches, sentada en la silla de al lado de mi hermano; su cabeza asomando, como si estuviera sentada  a la mesa. Vigilaba cómo la enana bebía leche, y advertía a Flora de que Guille era suyo, amenazándola con la mirada por si se le ocurría subirse. Y Güili la cogió, como siempre, y la puso en su regazo; y ella marcando terreno: era suyo, y nadie se lo iba a quitar. Ni siquiera la edad y la falta de energía pudieron con su amor.

Recuerdo la mañana en que la ví cojear y llamé corriendo a mi madre. Le fallaban las patas...

***
**
*

El otro día, no sé por qué, me puse a pensar en La Bola. No sé, pero me acordé de aquella primera vez; de cómo entró en casa y cómo se impuso. Me acordé de ciertas imágenes —algunas que he mencionado; otras menos dignas, situaciones en las que no le gustaría ser recordada. Desde aquí, desde París, de repente me dió por pensar en ella, sin ningún motivo en especial.

Va a ser raro volver y no verla allí, vigilante sobre la cama de mi hermano, majestuosa caminando por la casa, sibilina escondida en la silla de la cocina; no oir su maullido o su gruñido —su queja ofendida; su advertencia orgullosa—. Va a ser raro no ver a mi hermano con ella en los brazos; sus increíbles historias en su defensa, acusando a Flora de haber empezado la pelea. Va a ser raro no ver sus ojos —esos increíbles ámbares sobrenaturales, controladores y amenazadores— observando desde el otro lado de la habitación, desde el pasillo, desde la puerta; siempre desde esa distancia prudencial. Va a ser raro no cruzármela por casa y sentir que me mira por encima del hombro.

No lo sé. El otro día simplemente me dió por pensar en ella. Y ahora... Ahora simplemente va a ser raro no encontrarla cuando vuelva a casa.

lunes, 17 de enero de 2011

Sous le ciel de Paris


La verdad es que sí que hay una parte del mito de París que se cumple. Sólo una, de entre tantas y tantas que forman la leyenda, pero algo es algo. Y es su cielo. O, más bien, su luz; esa luz de tarde que no tiene ninguna otra ciudad.

Cuando hace sol, París es de oro. Velázquez, tan experto en el azul del cielo de Madrid, no habría conseguido captar la magia del de la Ciudad de la Luz. La tarde de París es dorada; dorada como la arena del desierto o como los muebles estilo Imperio. De un dorado —¿cómo decirlo?— irreal; como una pintura romántica, como una tarde de otoño. Es un dorado neblinoso, que no se nota en la piel, que no se huele, como el sol duro de la Iberia; sino más bien una sensación, una ilusión que parece inundar todo, darle color a esta ciudad, eternamente gris; como un hálito de vida y calor casi mágico, que va recorriendo los tejados oscuros, iluminándolos; una especie de amanecer a media tarde.

Un amanecer cláisco, podríamos decir. Un amanecer que sugiere la elegancia de Apolo, la furia de sus caballos de fuego, la grandeza de su carro surcando el cielo; figuras cuya propia luz desdibuja las líneas, las difumina, convirtiéndolas en una especie de energía sin forma, de imagen sugerida a la imaginación. El sol, siempre cubierto por la neblina, aparece entonces en todo su esplendor, y la tarde se tiñe de oro. Por una vez, la humedad no es gris y yerta —no da frío—, y sirve de velo a la luz; y la lleva a cada rincón, a cada esquina, al más recóndito lugar. Como una especie de polvo de hadas que cae, entrando en las casas, cubriendo los edificios, los monumentos, dándoles un color especial, un aire especial.

Si miras al cielo, lo ves: ves las nubes doradas; ves los techos como un mar anaranjado de otoño; ves los cristales de las ventanas, como espejos que reflejan la luz. El blanco de la pared se contagia, y también el interior parece mágico e irreal. El infinito, de un color que no es amarillo ni naranja, que no es blanco, ni gris, multiplicado cien veces en las calles, en las casas; la ciudad entera parece suspendida en el momento, en la luz, como en una comunión con la eternidad, con la naturaleza, con el mito.

Y luego se va. A lo mejor dura sólo cinco minutos, diez, media hora; y desaparece. Y no sabes cuándo volverá a pasar; cuándo París volverá a dejar de ser gris y fría, prosaica, real, y volverá a ser como la leyenda, como el cuento de hadas que oíste de niño; no sabes si esa luz, esa magia, llegará mañana, o la semana que viene, o en primavera... o quizá no llegue.

Supongo que eso es parte de la magia: el misterio, el deseo, la escasez. Si París fuera siempre de oro, esos momentos dejarían de ser especiales, y su luz y su cielo no estarían en el mito. Habrá que esperar y cruzar los dedos por que vuelva a producirse. Y mirar al cielo; habrá que mirar al cielo, siempre al cielo; para darte cuenta si vuelve a pasar; para ver bien si París vuelve a ser de oro. Para no perderte la magia.

viernes, 14 de enero de 2011

Pinturas negras


Terele Pávez tendida, desnucada. Sobre ella, una maleta de cuadros. La sangre se extiende poco a poco, ocupando el blanco mientras la cámara se aleja. No me digáis que la imagen no tiene poesía.


Creo que ya antes he escrito sobre La Comunidad. Lo siento, no puedo evitarlo. ¿Os habéis fijado que al final, cuando los vecinos cogen la maleta, suenan entre los gritos chillidos de cerdo? Animalización pura y dura. ¿Y qué decir —vamos en orden inversamente cronológico— de la escena en que la Maura está colgada de los caballos, la maleta en una mano, la vida —la pata equina— en la otra, y la Pávez por detrás, ambas dos con caras desencajadas? Darth Vader tampoco se queda atrás, con su «que viene la Fuerza­». O Sancho Gracia, empeñado con la escopeta. ¿Y acaso no dan miedo, en la fiesta, las dos del ataque de risa?

Ya una vez dije que esta película bebe directamente de don Ramón. Entonces iba fumada. Por desgracia, ahora no, pero lo mantengo. Lo mantengo y lo afirmo. La pregunta, señores, es hasta qué punto don Alex era consciente de su fuente de inspiración. La evolución, desde luego, es digna de Divinas Palabras. El tema, del Retablo, aunque la lujuria casi desaparece. Muerte y avaricia de la mano: comienza con muerte y acaba con ella, pero ahí queda la avaricia, la sed de dinero. Ahí queda la maleta, siempre presente; y las garras aferradas, los nervios a flor de piel, agarrando con fuerza.

«Parece que llevas ahí el alma». Gran diálogo ése: aquí no hay buenos ni malos; sólo gente desesperada, gente descontrolada. La avaricia pintada en los rostros, en los gestos. Un puñado de perras que vuelven locos, no sólo a la Comunidad, sino a todos. «Esto no me va a cambiar. Soy la misma. Multimillonaria, pero la misma». Sí, la misma, sólo que al principio no lo parecía. El temblor del gesto al encender el cigarro; el tirar varios nada más encenderlos. ¿Eso es ser la misma?

A veces sólo hace falta meter a alguien en situación para saber cómo es. A Julia la meten con unos cuantos millones y se convierte en lo mismo que ella teme al principio. ¿Se convierte? «Eso no se hace; con eso se nace». Joder, y vaya si se nace. Sólo hacía falta encontrarlo, ¿eh? Solo hacía falta tener la posibilidad, y aferrarse a ella. Aferrarse hasta olvidar quién eres, o mejor, lo que creías ser. Aferrarse hasta convertirse en los otros; en perder tu humanidad.

La Comunidad es una historia de aves de rapiña. De buitres y hienas que, ante la vista del cadáver deseado, pierden el control. Unos, ya se sabían carroñeros; otra, aunque no se lo imaginaba, resulta serlo. Y todo por dinero. No dudan en matar —¿cuántos muertos?—, en destrozar, en perseguir. La humanidad perdida por la avaricia. Aves de carroña que se matan entre ellos por una presa, por un puñado de billetes.

La premisa del esperpento es hacer reir por medio de la crueldad. ¿Quién puede evitarlo en esta película? ¿Cómo, si desde el primer momento la falta de identificación con los personajes es total? Ni siquiera la protagonista la inspira. Sólo hace falta fijarse en la ropa, cuya degradación es paralela a la degradación moral. ¿Degradación? No, más bien no: más bien es simplemente conocer a alguien desconocido. Conocerlo en una situación límite. Conocerlo cuando hay dinero de por medio.

Dicen que las familias se pelean por la herencia. Y si eso pasa en la familia, con sangre de tu sangre, ¿qué no va a pasar en una comunidad de vecinos, donde lo único que te une es la escalera y el cubo de basura?

El tema, la avaricia. El desarrollo, contrapuntos grotescos y violentos, amenizados con muerte. Escenas absurdamente ridículas, pero siempre con un tinte negro, muy negro. Ojos desencajados, garras. Valle-Inclán puro y duro. La diferencia, señores, el el medio. ¿Y acaso las acotaciones de don Ramón no son propias del cine? ¿Acaso los más ínfimos detalles de uñas de muertos y clavos oxidados no son sino sueños de alguien que vio nacer el séptimo arte y creyó poder revolucionar la escena? Casi cien años separan a estos dos artistas del esperpento. Cien años y un medio de expresión. Y no se puede negar la maestría de De la Iglesia; el uso de la cámara, la elección de planos. Debería estar orgulloso de esta película: si don Ramón levantara la cabeza, se quitaría su «cráneo privilegiado» ante él. Yo lo haría.

Fin de exámenes.


Hace una hora que empecé a escribir. Por desgracia, el tener un ordenador francés —colocación del teclado completamente diferente— y un Office en italiano ponen las cosas un poco difíciles: una toca cosas, cambia signos y no sabe cómo arreglarlo. Vamos que, resumiendo, un lío.

La verdad, no os estaría contando todo esto si no viniera al caso. Y el caso es cuando las cosas no salen como quieres. Pero no es que sea una cosa, no; es que es toda una cadena de fracasos, o desengaños, o como queráis llamarlos, que ya comenzó el lunes de madrugada.

Hagamos un pequeño repaso:
—Sábado tarde: después de ciertos problemas con Skype —mi única forma de hablar con la mayor parte de la gente; ergo, mi ventana al mundo—, de reinstalarlo tras dos horas de líos y demás, mi ordenata casca. Pero casca de por vida. La imposibilidad de hablar con gente, de relajarme tras un día de estudio encerrada en casa —después de una semana asím saliendo sólo a por el pan y a hacer exámenes—, ni siquiera de escuchar música, casi me vuelven loca. Comprobar el domingo que hasta la Fnac está cerrada, y que tengo que esperar al lunes para comprarme otro y seguir encerrada en casa sin otra cosa que hacer que estudiar me lleva a la desesperación.
—Lunes noche: el último examen se hace eterno. Introduction aux Théories Littéraires. Casi 80 páginas de lecturas de filosofía en una noche, después de un maratón de exámenes. A las dos de la mañana, antes de haber llegado a la mitad, te das cuenta de que seguir estudiando es una tontería. Con sentimiento de fracaso (esta vez sí estoy segura del término exacto) decides que la dejas para junio: dos suspensos en una asignatura similar te dan cierta superstición, y además sabes que buen examen y empalme son dos cosas incompatibles.
—Miércoles mañana: primer día de vacaciones (el martes no estaba mentalizada, así que terminé de estudiarme mis ochenta páginas). Hay que hacer la compra e ir a la lavandería; dormir sin hora se queda para mañana. Por lo menos, te dices, hoy la piscina abre todo el día y puedes retormarla y estirar un poco tu pobre espalda después de quince días de mala postura y los kilos y kilos de ropa mojada en un sólo hombro. Por desgracia, el bajón de adrenalina que se venía gestando en mi cabeza me da antes: no duermo hasta tarde, pero me echo una siesta de cuatro horas que me hace perder todo mi primer día de vacaciones y un sol la mar de rico que quería disfrutar saliendo a la calle.
—Miércoles noche: ¿dormir? La z*** de mi casera, que después de subirnos 50€ el alquiler porque le sale de los c****** nos trata poco más o menos como si fuéramos mierda, llama el miércoles por la noche para decirnos que, nos venga bien o no, el jueves a las 8 de la mañana tenemos que abrirle la puerta al pintor. Preguntarle cualquier otro detalle es tontería: somos demasiado tontas y como para comprender cualquier cosa, así que para qué se va a molestar en hacer otra cosa que bufar a Paola por teléfono y recordarle de la manera más impertinente posible que “s’il vient a 8.15 vous devez l’ouvrir, eh?”. A la mierda, señora. Adiós mi día sin despertador. Adiós mi piscina. Adiós mis recados. Adiós mi caña con Severin.
—Jueves: pintor. Madrugón del copón. Resulta que no es sólo el baño lo que va a hacer: con cara de gilipollas —los tres: nosotras por enterarnos; él porque no lo sabíamos— miramos a nuestro alrededor y comenzamos a desmontar el salón como locas. Cocina significa salón, y cuando tu cuarto no tiene puerta, la idea de toda la mierda y el aire enrarecido es bastante peor que aterradora. La esperanza de que todo terminara en un día y la de poder escaparte un ratillo a la pisci desaparecen por completo. Me paso todo el santo día encerrada en mi cuarto. No podemos ir al baño; no podemos cocinar. Los traumas de la niñez —un mes viviendo en una casa en obras— reaparecen. Cuando por fin se va, la caña con Severin ha quedado tan lejos de mi cabeza que simplemente meto a la gata y huyo a recorrerme París. Por lo menos hoy no hace un frío de muerte.
—Viernes mañana: vuelve el pintor. Dice que esta mañana finiquita; esperemos que sí. Mientras tanto, cojo el clarinete: si no tengo nada que estudiar, es la única cosa interesante que hacer en casa ­—ver la tele antes de la una me da repelús y no me apetece leer. Mi pito querido. Tengo una audición a principios de la semana que viene; para variar mi embocadura está bastante chunga y tengo que repasar una obra y conseguir que suene a clarinete y no a pito de feria. Si consigo mejorar algo durante este finde, va a ser bien poco y con mucho esfuerzo. Pero soy positiva. Tengo que serlo. Quiero serlo, por una vez. Es poco antes de las diez. Empiezo con escalas, la cromática ligada y picada. Y justo, ¡justo!, cuando voy a empezar las notas tenidas —esas notas tenidas que tanto necesito— llaman a la puerta. “Excuse-moi, le bruit me derange beaucoup. Est-ce que vous pouvez arrêtter le bruit?” Le bruit… ¿Le bruit?! ¡Hijo de p***! ¡Será c*****! ¡Me cago en todos su muertos!

Así que, en fin, aquí me tenéis. Dice Paola que el tipo sale antes de las once. Son ya y cuarto y todavía no me he atrevido a intentarlo de nuevo. Ni me he atrevido ni sé si voy a hacerlo. ¿Y si viene otra vez? ¿Qué le digo? “¡Por favor, por favor! Son sólo dos días; ¡este finde! Luego le juro que paro.” Sí, claro, podría. Pero tal y como son estos p**** franceses, me río yo ni siquiera de intentarlo. Le bruit... ¡Así te quedes sordo de por vida! ¡Y ciego! ¡Y...! Le bruit...

Otro día encerrada en casa. Sin poder salir. Sin nada que hacer. Nada que hacer... y mi audición esperándome. Y el puto vecino, con su incultura, su intolerancia, su “yo soy francés y soy mejor que tú”, su puta música chuda-chunda hasta las tres de la mañana...

El pintor está recogiendo ya. En cuando se vaya, vuelvo a coger el clarinete. Y si llaman a la puerta... “Oh, je suis désolée! Je n’ai pas écouté la porte. Désolée, il doit avoir être pour la musique.” Ventajas de no tener timbre.

Creo que por fin empiezo las vacaciones. Por fin tengo tiempo para mí; para hacer lo que quiera. Y quiero tocar. Tant pire pour le voisin. S'il ne serait pas assez imbecile, j'essayerais de ne pas déranger, mais... Ojo por ojo, diente por diente, chatín.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Isolda

    Seignors, fait el, pour Deu merci,
Saintes reliques voi ici.
Or escoutez que je ci jure,
De quoi le roi ci aseüre:
Si m'aït Ex et saint Ylaire,
Ces reliques, cest saintuaire,
Toutes celes qui ci ne sont
Et tuit icil de par le mont,
Q'entre mes cuises n'entra home,
Fors le ladre qui fist soi some,
Qui me porta outre les guez,
Et li rois Marc mes esposez.
Ces deux ost de mon soirement,
Ge n'en ost plus de tote gent.
De deus ne me pus escondire:
Du ladre, du roi Marc, mon sire.
Li ladres fu entre mes janbes.


Luego dicen que Isolda da miedo a los hombres, que representa el femenino deseado y temido. ¡Madre mía! ¿Y se extrañan? Entre los ascendientes míticos y la ambigüedad, aquí la dama no se corta un pelo.

Os explico: esta tirada es el juramento que hace la amiga delante de todo el mundo —su esposo, el rey Marcos; su protector, el rey Arturo; su amante, Tristán; y toda la corte— de que los únicos que han entrado entre sus piernas son su marido y el leproso que acaba de pasarla de un extremo a otro del puente del Mal Paso. Leproso, todo hay que decirlo, que es en realidad Tristán disfrazado, por orden de la reina. ¿Conclusión? Sin caer en perjura, Isolda se libra de toda acusación de adúltera y condena a ser quemada viva —o algo peor. Vamos, que la chica no es tonta.

Ni tonta, ni nada que se le parezca. El episodio del Mal Paso —versión de Béroul, segunda mitad del siglo XII— es, sin duda, el clímax del personaje, el momento álgido en el que se muestra tal y como es. Para el lector, claro: Isolda es la reina del “faux-semblant”, de la intriga y el engaño.

Veamos sus rasgos: físicamente, la descripción de Isolda bebe de los cánones clásicos y corteses. Ojos claros, cabello dorado y hasta los pies, piel rosada… Elegancia y belleza en grado sumo, mil veces descrita por el narrador y loada por los cortesanos. En esta escena en concreto, vestuario digno de una reina por cortesía del padre Ogrin, perfectamente detallado. Isolda encanta y enamora a todos: su rubor la convierte en esa mujer frágil que todo hombre desea proteger, en esa dama ideal e inalcanzable que todo caballero desea servir.

Pero, ¡amigo! Otra cosa bien distinta es su carácter. Vengativa y cruel, mentirosa y disimulada, calculadora a sangre fría, la reina convence y engaña a su antojo con una retórica digna de Nerón. No en vano, tanto en la versión de Béroul como en la de Thomas, es suya la primera voz que leemos al comenzar la novela. Una voz que dirige y ordena; que guía a su caballero Tristán, “qui agit sous son impulsion dans les circonstances décisives ou secondaires de leur existence” (P. Jonin, p 164-165); que convence a su marido de su inocencia; que consigue la muerte de sus enemigos y la piedad de sus partidarios. Una voz que revela al lector el lobo bajo la piel de cordero.

Isolda proviene de Irlanda. No sólo dentro de la novela, sino dentro del imaginario popular. Nada se inventa en el siglo XII —sólo se reescribe—, e Isolda supone una mezcolanza mítica de tomo y lomo, que la emparenta con los misterios del Otro Mundo, con hadas célticas y brujas del país de las brumas, con valkirias y diosas griegas, con mujeres-pájaros y fuerzas de la naturaleza. Isolda es una mujer fuerte, un rol activo, precisamente porque no es una mujer. Con la belleza de un hada y la crueldad de una valkiria, con la astucia de una heroína griega y la reputación de una reina artúrica, Isolda se planta en un nivel superior; un nivel en el que adquiere un poder que escapa al resto de personajes, a los hombres que la rodean. Y da miedo.

Da miedo porque su fuerza, su poder, es el que mueve la acción de la novela. Es ella la que sana a Tristán, la que le da a beber el filtro —si bien éste ha sido preparado por su madre, al compartir nombre, de alguna manera se plantea a Isolda como heredera de estos conocimientos—; es ella la que engaña al rey en la entrevista del bosque, haciéndole creer en una falsa inocencia por medio de un discurso que el propio Tristán no entiende hasta casi el final; es ella la que trama el regreso a la corte, la que prepara la escena del Mal Paso. Isolda es quien ríe al enterarse de la muerte del primer barón, la que dirige la flecha de Tristán hacia el tercero; la que no tiene piedad del Caballero Negro. Ella, que con su cara de inocencia consigue la protección de Arturo y el perdón de Marc, el amor del pueblo y la servidumbre de Tristán, no es otra que la que mueve los hilos de la historia.

¿Víctima del filtro de amor? Sí, por supuesto. Pero no tanto como Tristán, quien ni siquiera casándose con otra deja de amarla, cuando ella queda feliz al lado de su marido (las escenas de las Locuras de Berne y Oxford hablan por sí mismas). ¿Víctima de tres años de huída y penosa vida en un bosque? No hay duda. Pero como mujer, emparentada con la regeneración y la fecundidad de la naturaleza, de alguna manera se encuentra en su ambiente.

El filtro y los ascendentes míticos plantean un sinfín de posibilidades del personaje. Por un lado, el arte de las plantas y la fitoterapia presentan una cierta ambigüedad: si bien Isolda se ve afectada por el filtro, no lo es tanto como el pobre Tristán. Además, sus conocimientos son más que eficientes en las dos curas de su amante, así como en la tercera, pese a que no llegue a tiempo. La idea de brujería la relaciona con esa Irlanda misteriosa, ese Fin del Mundo del siglo XII rodeado de mitos y magia. Como conocimiento exclusivamente femenino, Isolda se sitúa en un nivel superior en cuanto al hombre y a su amante, poniéndose a su vez en relación con las plantas, a la naturaleza y a la tierra, es decir, con una capacidad regenerativa y fecundadora, una fuerza telúrica y oscura que la reenvía, de nuevo, al misterio y a la magia.

El origen céltico se ve también en otros rasgos de la novela: si el filtro remite a los mitos sobre geis, la huída de la corte con el amante desciende directamente de las sagas aithedas y de una serie de leyendas paganas sobre jóvenes que, por huir de un marido impuesto, se convierten en pájaros. El episodio del Mal Paso, sin embargo, tiene de un origen mucho más amplio: desde las pedaucas (hadas con piernas de pato) hasta las mitologías griega y egipcia, no son pocas las veces en que una diosa se disfraza de vieja y pide a algún mortal que la lleve a la otra orilla de algún río. El agua, que de alguna manera puede detectar y castigar a la perjura, se plantea como un impedimento a evitar: quizá por eso Isolda no llega, en la novela de Thomas, a tiempo para salvar a su Tristán. (P. Walter)

El origen de Isolda es, por tanto, mágico. El rayo de luz en la escena del bosque, como el que señala el lugar de un tesoro o una puerta al Otro Mundo, y el guante de cristal que Marco le devuelve, como señal de que ha visto a los amantes, y que entronca con toda una tradición de objetos mágicos de cristal cuyo ejemplo más conocido actualmente es el del zapato de Cenicienta, son otros dos motivos que emparentan el personaje con un mundo más allá del humano. Isolda es una diosa, y como tal, tiene poder absoluto sobre el hombre: todo caballero y rey cae rendido ante su belleza, convencido ante su palabra. Bajo su apariencia humana, bajo el rubor y la humildad que muestra en público, se esconde un auténtico volcán que sólo se aparece en la intimidad. Si su pasión la convierte en víctima, su astucia en vencedora y su crueldad en verdugo. La desmesura de cada una de sus acciones proviene de la fuerza de su personalidad, de la herencia mítica del personaje. Ni siquiera al desdoblarse en el relato de Thomas pierde su fuerza, su iniciativa, su decisión.

Isolda da miedo. Lo daba al público masculino del siglo XII (G. Duby); casi lo da ahora. Isolda es liberal en sus apetitos, hechizante en su belleza, convincente en su discurso y cruel en su venganza. Isolda es la mujer que todo hombre desea, pero que también teme. Es el pack completo: el uncanny de Poe, lo sublime de Aristóteles. Isolda, damas y caballeros, es quien maneja los hilos, quien inventa el cuento, quien controla la acción. Isolda es, desde el punto de vista narratológico, ni más ni menos que una diosa que juega con los humanos, con los hombres. Y como fémina, como diosa, da miedo. ¿Acaso no hay razón para ello?