lunes, 17 de enero de 2011

Sous le ciel de Paris


La verdad es que sí que hay una parte del mito de París que se cumple. Sólo una, de entre tantas y tantas que forman la leyenda, pero algo es algo. Y es su cielo. O, más bien, su luz; esa luz de tarde que no tiene ninguna otra ciudad.

Cuando hace sol, París es de oro. Velázquez, tan experto en el azul del cielo de Madrid, no habría conseguido captar la magia del de la Ciudad de la Luz. La tarde de París es dorada; dorada como la arena del desierto o como los muebles estilo Imperio. De un dorado —¿cómo decirlo?— irreal; como una pintura romántica, como una tarde de otoño. Es un dorado neblinoso, que no se nota en la piel, que no se huele, como el sol duro de la Iberia; sino más bien una sensación, una ilusión que parece inundar todo, darle color a esta ciudad, eternamente gris; como un hálito de vida y calor casi mágico, que va recorriendo los tejados oscuros, iluminándolos; una especie de amanecer a media tarde.

Un amanecer cláisco, podríamos decir. Un amanecer que sugiere la elegancia de Apolo, la furia de sus caballos de fuego, la grandeza de su carro surcando el cielo; figuras cuya propia luz desdibuja las líneas, las difumina, convirtiéndolas en una especie de energía sin forma, de imagen sugerida a la imaginación. El sol, siempre cubierto por la neblina, aparece entonces en todo su esplendor, y la tarde se tiñe de oro. Por una vez, la humedad no es gris y yerta —no da frío—, y sirve de velo a la luz; y la lleva a cada rincón, a cada esquina, al más recóndito lugar. Como una especie de polvo de hadas que cae, entrando en las casas, cubriendo los edificios, los monumentos, dándoles un color especial, un aire especial.

Si miras al cielo, lo ves: ves las nubes doradas; ves los techos como un mar anaranjado de otoño; ves los cristales de las ventanas, como espejos que reflejan la luz. El blanco de la pared se contagia, y también el interior parece mágico e irreal. El infinito, de un color que no es amarillo ni naranja, que no es blanco, ni gris, multiplicado cien veces en las calles, en las casas; la ciudad entera parece suspendida en el momento, en la luz, como en una comunión con la eternidad, con la naturaleza, con el mito.

Y luego se va. A lo mejor dura sólo cinco minutos, diez, media hora; y desaparece. Y no sabes cuándo volverá a pasar; cuándo París volverá a dejar de ser gris y fría, prosaica, real, y volverá a ser como la leyenda, como el cuento de hadas que oíste de niño; no sabes si esa luz, esa magia, llegará mañana, o la semana que viene, o en primavera... o quizá no llegue.

Supongo que eso es parte de la magia: el misterio, el deseo, la escasez. Si París fuera siempre de oro, esos momentos dejarían de ser especiales, y su luz y su cielo no estarían en el mito. Habrá que esperar y cruzar los dedos por que vuelva a producirse. Y mirar al cielo; habrá que mirar al cielo, siempre al cielo; para darte cuenta si vuelve a pasar; para ver bien si París vuelve a ser de oro. Para no perderte la magia.

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