viernes, 3 de diciembre de 2010

Día de biblioteca. Día de descubrimientos.

Unas escalinatas eternas que ascienden del Sena. Miras a derecha e izquierda: alcanzar sus límites parece una empresa imposible. Hacia el frente, casi no alcanzas a ver el último escalón. Comienzas a ascender; de alguna manera, cada peldaño parece empequeñecerte. A cada lado, como las esfinges de La historia interminable, empiezan a asomar dos torres. Altas, cuadrangulares, irguiéndose orgullosas hacia el cielo gris; surgiendo del misterio del final de la escalera y agrandándose, agigantándose a cada nuevo paso. Tras el último peldaño miras atrás, al río, y sientes como que algo se ha quedado atrás; algo de ignorancia, algo de inocencia. Frente a ti, la gran explanada se extiende, casi infinita. Las enormes torres parecen vigilarte, atentas, furiosas, como guardianes de algún tesoro secreto y prohibido. Un escalofrío te recorre la espalda mientras te diriges hacia el centro, hacia el abismo que, como un torbellino, parece absorber la vida, el calor, la humanidad; una Caribdis pétrea y silenciosa que aterra y atrae a un mismo tiempo; un Hades en cuya oscuridad se pierden las almas sin remedio.

La Bibliothèque National François Mitterrand es cálida y silenciosa. Dos plantas que rodean un jardín lleno de árboles; grandes ventanales por los que apenas se cuela un poco de la tímida luz de una tarde de diciembre. Las salas alternan un muro de estanterías plagadas de saber con largas mesas de madera, amplias y agradables al tacto. Hay mucho espacio por persona y las sillas son cómodas. Los libros están al alcance de tu mano, y puedes trabajar con dos pilas enormes frente a ti, sin depender de un máximo, de una espera del depósito. Los susurros, el ruido de hojas pasando y de papel rasgado por plumas —aquí todo el mundo usa pluma—, el movimiento tranquilo y cuidadoso de cientos de estudiantes, llenan de vida una sala cuyos muros se elevan al infinito, hacia unos techos altos y levemente iluminados en los que se pierde la vista de los distraídos; como si se tratara de otro mundo, de otro espacio en el que uno ya no es uno mismo, sino una idea que se te escapa, elevándose hasta alcanzar la nube de pensamientos en las alturas. Abajo, un espacio ocupado físicamente, por calor, ruido y movimiento; arriba, por un tejido etéreo y envolvente; invisible, pero de alguna manera presente, palpable.

Moverse por la biblioteca no es difícil: para entrar en las salas necesitas pasar el carnet, y las puertas son como las de metro. En el pasillo, que como un claustro rodea el jardín, hay mucha gente, y no sabes muy bien si están descansando del duro trabajo o han venido a refugiarse del frío. La moqueta rojiza y la madera que lo separan de las salas contrastan con el gris del exterior, con la humedad y la helada que los viejos árboles sufren con paciencia. Dentro, aunque no hace calor, se está bien. Todo invita al estudio, a la búsqueda, a la consulta.

Como la madera de los muros, los tomos de papel y las maderas de cartón son cálidos y tentadores. Recorres las estanterías: la mirada se pierde en filas interminables de libros de todos los tamaños y formas, de todos los colores. A veces, pasas también la mano, acariciándolos. Necesitas cuatro y, mientras los buscas, encuentras títulos que te hacen desear una eternidad de tiempo para consultarlos. Por alguna razón, te acuerdas del cuento de Borges y sonríes: aquí ves el exterior al fondo de cada pasillo; tienes la promesa del placer, de la búsqueda, de la obsesión, pero también la posibilidad de la salida, de la huída.

Cuando por fin encuentras lo que necesitas, vuelves a tu sitio. A esa gran silla cuyo respaldo ancho y cómodo te hace sentir especial; a tu espacio, mínimo en la larga mesa, amplio para trabajar. Colocas la pila delante tuya, hacia un lado para no hacerte sombra. Sacas el estuche y la carpeta. Coges los folios, algunos ya llenos de garabatos, de notas para el trabajo; otros blancos, límpidos, tabula rasa en la que pronto tendrás un poco más de conocimiento, una pizca del saber escondido entre las páginas. Sacas la pluma y abres el capuchón; al colocarla entre los dedos sientes un cosquilleo especial, una especie de energía.

Es entonces cuando miras los libros; cuando lees los títulos, valorando cuál va a ser el primero, escogiendo el que parece más interesante. Alargas la mano para alcanzar la promesa…

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