D’ailleurs, je ne vous trouve pas courtoise d’avoir prononcé devant moi le mot de «couilles», qui n’est pas très recommandé dans la bouche d’une courtoise jeune fille.
A ver, cómo decirlo... Por un lado, la ironía de haber conseguido escaquearse de Cárcel de Amor para después caer, como una pava, en el Roman de la Rose , con sus 600 paginitas de nada y sus argumentaciones indignantemente misóginas. Por otro, el hecho de que la discusión filológica del libro —le mot «propre» de Raison vers les tabous linguistiques d’Amour— gire en torno a un sustantivo del que cualquiera con ligeras nociones del proceso de palatalización por medio yod puede fácilmente deducir el significado en castellano. Quizá aclare algo más la forma singular: couillon.
No, en serio. Hacer un trabajo sobre este libro es una gran putada porque, frente a una primera parte de lo más lírico y romántico (en este momento os aseguro que me considero una experta en preceptos y síntomas de amor) chez Guillaume de Lorris, aquí el amigo Jean de Meun retoma el asunto para cargárselo con premeditación y alevosía, introduciendo interminables digresiones de personajes alegóricos que, a más de dar dolor de cabeza, no tienen nada que ver con el argumento de la historia —o sea, que lo de irse por los cerros de Úbeda le va que ni pintado. Lo peor, que dice según qué salvajadas bajo el auspicio de Juvenal que, si ya en su momento provocaron un auténtico debate, ni imagináis qué úlcera me van a provocar, a mí y a cualquier mujer del siglo XX en su sano juicio. Pero claro, si hay que hacer el trabajo, hay que leerse el libro. ¡Lo que hubiera disfrutado yo haciendo el trabajo sobre mi querido Lancelot y todas sus camas!
En fin, volviendo al tema inicial, yo pregunto: ¿por qué diablos, en un libro de finales del siglo XIII, una discusión sobre el uso del nombre o del eufemismo tiene que girar en torno, precisamente, a ésta palabra, couilles? Vale, claro, es que vosotros no estáis en situación: una, que se ha leído ya los 4000 versos de Guillaume, con su jardín idílico con miles de pajaritos y árboles futales, su carole de ensueño (con trío incluído —¡ejem!), sus ninfas y virtudes, su fuente de Narciso (*nota: comparación fuente Narciso/espejo románticos), su dios Amor y demás compañías alegórico-mitológicas propias del Humanismo temprano; una, que ya tiene en mente ese tipo de imágenes de Fray Angélico y Botticelli, que se sabe casi de memoria los commandements et souffrances d’Amour y casi puede oler esa dichosa rosa cuyo perfume hechiza al enamorado; una, que tiene ejemplos para dar y tomar sobre la distancia del «yo» narrativo y el «yo» protagonista de un sueño profético (temática del trabajo, para ser exactos) —para abreviar, una que estaba ya tan metida en el asunto y estilo de la primera parte…; pues la verdad es que encontrarse cinco páginas sobre si se debe o no decir un eufemismo —¿Cómo dice Razón? Ah, sí : «Chaque femme qui est amenée à les nommer les appelle je ne sais comment : «bourses», «harnais», «choses», «piches», «pines», comme s’il s’agissait d’épines; mais quand elles le sentent bien près, elles ne les trouvent psa épineuses...»—, como que el asunto me deja un poco étonée.
Sí, claro, y podéis decirme que, después de cien paginas de monólogo y desvaríos de la dichosa alegoría —que se pueden resumir en la grandiosa la paráfrasis: «Tu t’appliques à étudier des livres et par négligence tu oublies tout.»/Tu t’appliques à lire des romans et par marre tu oublies tout.—, casi debería esperármelo. Pero qué queréis que os diga: ¡no! Lo último que puedo esperarme en un roman de amor del siglo XIII que comienza como una alegoría de los sentimientos y acciones del enamorado dentro de un jardín o parque ideal, dibujado bajo los cánones clásicos de belleza y armonía, es encontrar cualquier tipo de reflexión filológica que gire en torno a los atributos masculinos! ¡Claro que no me lo espero! ¡Eso es lo que se llama romper el horizonte de expectativas del lector! ¡Qué cojones!
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