domingo, 31 de octubre de 2010

Couilles

D’ailleurs, je ne vous trouve pas courtoise d’avoir prononcé devant moi le mot de «couilles», qui n’est pas très recommandé dans la bouche d’une courtoise jeune fille.


A ver, cómo decirlo... Por un lado, la ironía de haber conseguido escaquearse de Cárcel de Amor para después caer, como una pava, en el Roman de la Rose, con sus 600 paginitas de nada y sus argumentaciones indignantemente misóginas. Por otro, el hecho de que la discusión filológica del libro —le mot «propre» de Raison vers les tabous linguistiques d’Amour— gire en torno a un sustantivo del que cualquiera con ligeras nociones del proceso de palatalización por medio yod puede fácilmente deducir el significado en castellano. Quizá aclare algo más la forma singular: couillon.

No, en serio. Hacer un trabajo sobre este libro es una gran putada porque, frente a una primera parte de lo más lírico y romántico (en este momento os aseguro que me considero una experta en preceptos y síntomas de amor) chez Guillaume de Lorris, aquí el amigo Jean de Meun retoma el asunto para cargárselo con premeditación y alevosía, introduciendo interminables digresiones de personajes alegóricos que, a más de dar dolor de cabeza, no tienen nada que ver con el argumento de la historia —o sea, que lo de irse por los cerros de Úbeda le va que ni pintado. Lo peor, que dice según qué salvajadas bajo el auspicio de Juvenal que, si ya en su momento provocaron un auténtico debate, ni imagináis qué úlcera me van a provocar, a mí y a cualquier mujer del siglo XX en su sano juicio. Pero claro, si hay que hacer el trabajo, hay que leerse el libro. ¡Lo que hubiera disfrutado yo haciendo el trabajo sobre mi querido Lancelot y todas sus camas!

En fin, volviendo al tema inicial, yo pregunto: ¿por qué diablos, en un libro de finales del siglo XIII, una discusión sobre el uso del nombre o del eufemismo tiene que girar en torno, precisamente, a ésta palabra, couilles? Vale, claro, es que vosotros no estáis en situación: una, que se ha leído ya los 4000 versos de Guillaume, con su jardín idílico con miles de pajaritos y árboles futales, su carole de ensueño (con trío incluído —¡ejem!), sus ninfas y virtudes, su fuente de Narciso (*nota: comparación fuente Narciso/espejo románticos), su dios Amor y demás compañías alegórico-mitológicas propias del Humanismo temprano; una, que ya tiene en mente ese tipo de imágenes de Fray Angélico y Botticelli, que se sabe casi de memoria los commandements et souffrances d’Amour y casi puede oler esa dichosa rosa cuyo perfume hechiza al enamorado; una, que tiene ejemplos para dar y tomar sobre la distancia del «yo» narrativo y el «yo» protagonista de un sueño profético (temática del trabajo, para ser exactos) —para abreviar, una que estaba ya tan metida en el asunto y estilo de la primera parte…; pues la verdad es que encontrarse cinco páginas sobre si se debe o no decir un eufemismo —¿Cómo dice Razón? Ah, sí : «Chaque femme qui est amenée à les nommer les appelle je ne sais comment : «bourses», «harnais», «choses», «piches», «pines», comme s’il s’agissait d’épines; mais quand elles le sentent bien près, elles ne les trouvent psa épineuses...»—, como que el asunto me deja un poco étonée.

Sí, claro, y podéis decirme que, después de cien paginas de monólogo y desvaríos de la dichosa alegoría —que se pueden resumir en la grandiosa la paráfrasis: «Tu t’appliques à étudier des livres et par négligence tu oublies tout.»/Tu t’appliques à lire des romans et par marre tu oublies tout.—, casi debería esperármelo. Pero qué queréis que os diga: ¡no! Lo último que puedo esperarme en un roman de amor del siglo XIII que comienza como una alegoría de los sentimientos y acciones del enamorado dentro de un jardín o parque ideal, dibujado bajo los cánones clásicos de belleza y armonía, es encontrar cualquier tipo de reflexión filológica que gire en torno a los atributos masculinos! ¡Claro que no me lo espero! ¡Eso es lo que se llama romper el horizonte de expectativas del lector! ¡Qué cojones!

lunes, 25 de octubre de 2010

Blanco y negro... y sangre

—Come, you spirits
That tend on mortal thoughts, unsex me here,
And fill me, from the crown to the toe, top full
Of direst cruelty! Make thick my blood,
Stop up th’access and passage to remourse,
That no compuctions visiting of Nature
Shake my fell purpose, nor keep peace between
Th’effect and it! Come to my woman’s breasts,
And take milk for gall, you murd’ring ministers,
Wherever in your sightless substances
You wait on Nature’s mischief! Come, thick Night,
And pall thee in the dunnest smoke of Hell,
That my keen knife see not the wound it makes,
Nor Heaven peeps through the blanket of the dark,
To cry «Hold, Hold!»


¡¡Dios!! ¿No lo notáis? ¿No notáis el odio, la ira? ¿No notáis, con sólo leerlo, las manos crispadas, las garras; la tensión en cada músculo? Casi se puede tocar, casi se huele…

 ¡Ah! Lo mejor de Shakespeare son siempre los malos. Nada como este monólogo, como el de Edmound. ¿Romeo y Julieta? ¡Venga, hombre! Un par de lloricas que no le llegan ni a la altura del betún a otros amantes. ¿Othello? ¿Hamlet? Otros que tal bailan. Hasta el mismo Macbeth… Nada, que no, que lo mejor de Shakespeare son los malos. Nadie como él sabe describir el lado oscuro; nadie que sepa hacer palpable la sensación. Decidme, ¿dónde sino chez Shakespeare, puede una serie de palabras, de simples sonidos y conceptos, convertirse en ese cosquilleo en las uñas, en esa especie de necesidad imperiosa de enseñar los colmillos? ¿Cuándo, sino bajo su conjuro, se abren las aletas de la nariz, se eriza el bello? ¿Quién, sino el Gran William, convoca el aullido del lobo, la sed de sangre de la hiena? Como un animal; como una fiera dispuesta a atacar, a morder y desgarrar; una fiera hambrienta del rojo líquido en las garras, deseante del calor espeso en el hocico, hediondo y mórbido, goteante...

Furia. Violencia. Crueldad… Nada que ver con el nôh japonés, con esa perfecta estilización de forma y movimiento, de danza y mímica, de símbolo y abstracción; nada que ver con las finas líneas de yamato-e, los colores suaves, la elegancia del samurai, la delicadeza de la geisha.

Y sin embargo, ahí lo tenéis. La oscuridad amenazante de la niebla; la turbia maraña del bosque; el laberinto del palacio. Un título que evoca el rojo, la muerte, la lucha encarnizada. Un mundo de sombras y claroscuros en el que la imagen habla más que la palabra, en el que las más oscuras pasiones no se muestran sino por un leve gesto, un breve movimiento brusco: el silencio que precede a la tormenta.

Curiosa adaptación, ésta; curiosa transformación. La fuerza del verbo, del verso occidental que todo lo dice, sentimiento y acción, pasión y movimiento, convertidos en sosegada imagen oriental, en composición y coreografía, en silencio y expresión. Un encuentro de las más puras tradiciones teatrales de dos mundos diferentes, la acción de Europa y la estética de Asia; la pasión desbordada y la emoción contenida. Un buen cóctel, la verdad. Lástima que para disfrutarlo necesites conocer bien los dos sabores. Aunque no hay mal que por bien no venga: la biblio de la facul tiene vistas al Sena.

viernes, 15 de octubre de 2010

Vicio

vicio. (Del lat. vitĭum). 1. m. Mala calidad, defecto o daño físico en las cosas. 2. m. Falta de rectitud o defecto moral en las acciones. 3. m. Falsedad, yerro o engaño en lo que se escribe o se propone. 4. m. Hábito de obrar mal. 5. m. Defecto o exceso que como propiedad o costumbre tienen algunas personas, o que incita a usarlo frecuentemente y con exceso. [...] (Diccionario de la RAE)


Normalmente, la gente asocia la palabra vicio a algo nocivo para la salud. Si os preguntara cuál es mi peor vicio, seguramente todos responderíais lo mismo: fumar. Entonces yo levantaría las cejas con una expresión escéptica.

Entre fumar y, por ejemplo, ser alcohólico, la gran diferencia es que ser alcohólico hace que pierdas tiempo. Porque ¿qué diablos puedes hacer cuando vas pedo perdido? Nada: ni conduces, ni trabajas, ni haces cosas… Sólo pierdes el tiempo.

Bien es cierto que con estos ejemplos volvemos al hecho de que ambos vicios son perjudiciales para la salud, es decir, físicamente nocivos. Mi vicio, mi gran vicio, sin embargo, no lo es. Podría decirse que tanto en el aspecto físico como en el espiritual, mi vicio es beneficioso. El problema, el gran problema, es el ámbito profesional. Ahí sí que es, podríamos decir, absolutamente destructivo.

En este momento debería estar leyendo como una loca alguna de las cinco obras de teatro o las dos novelas que llevo ya atrasadas; o buscando curro, pateándome el barrio en busca de coles donde colgar carteles de “Se dan clases de español”. Pero aquí estoy, en mi pequeño cuchitril: un día entero libre para hacer cosas útiles y sin embargo lo dedico a algo que sé positivamente que no tiene ningún futuro; perdiendo el tiempo, al fin y al cabo.

¿Que por qué lo hago? No lo sé. ¿Quién sabe? Así funcionan los vicios. Racionalmente sé que es una pérdida de tiempo, que con esto no sólo no voy a ninguna parte, sino que me perjudica. En su momento tuve, por motivos de horario y tiempo, que elegir entre curro y vicio, y escogí el último. Sé —porque lo sé— que mi mala media en la carrera ha sido por su culpa, porque le dedico más tiempo que a estudiar, a leer o a hacer los trabajos. Sé también, desde hace mucho, que realmente mi vicio es la única actividad con la que soy constante y responsable; la única razón por la que una mañana de invierno voy a levantarme temprano para hacer algo o, cuando llego reventada a casa después de todo el día, es lo único para lo que voy a sacar las pocas fuerzas que me quedan. Sé, al fin y al cabo, y muy a mi pesar, que este vicio es lo único que me tomo verdaderamente en serio, para lo que saco tiempo de debajo de las piedras, y que es el centro neurálgico en torno al cual organizo mi día.

¿Que por qué lo hago? Porque es un vicio; simplemente por eso. Porque aunque sé que no me sirve para nada, que lo único que hago con ello es perder el tiempo que debería dedicar a cosas útiles —estudiar, trabajar—, no puedo evitarlo. Me gusta. ¿Qué le voy a hacer? Me gusta cogerlo, llevármelo a la boca —o sentirlo entre mis rodillas— mientras escucho el monótono tic-tac que me va marcar la próxima hora de mi vida, frenando con su ritmo las prisas del día a día. Me gusta ese primer sonido dubitativo —fríos aún los dedos y los labios— y oír cómo, poco a poco, toma fuerza y color. Me gusta escuchar la progresión cromática, armónica, que inunda el aire, y saber que soy yo, que es mi voz leyendo lo que otros escribieron, dándole vida a las manchas negras sobre el papel. Me gusta la sensación de vacío, de olvido de todo, como un hechizo del inexorable tic-tac, siempre presente. Y saber que, por un rato, la vida para a mi alrededor. Y que no existe el mundo, que no hay nada fuera de esta habitación. Nada, salvo el imperturbable tic-tac y yo. Y una promesa entre mis manos.

¿Que por qué lo hago? Porque es un placer, como todos los vicios. Y porque no puedo evitarlo.

jueves, 14 de octubre de 2010

A mí me daban dos

¡Ah, por cierto! Se me olvidaba. Lo del “a mí me daban dos” del post anterior viene a que el chulo amable de la maleta ha encontrado el móvil con cuya pérdida inauguré la semana —menos mal que el disgusto se me pasó haciendo de secuestrador en la clase de Thèâtres Anciennes; que vaya manera de estudiar Plauto, tú. En fin, que el colega (o una de sus chicas) lo ha encontrado y me lo ha devuelto. La verdad es que mi madre está un poco que trina con eso de que, según ella, me haya hecho colega del tipo, pero con la tontería no le veo desde hace dos semanas, que ha sido a Paola a quien se lo dijo y a quien se lo ha dado.

Vamos, que al final yo, que cuando me da apago el móvil una temporada, ahora estoy con tres: dos franceses y uno español. Lo que hay que ver…
¿Sabéis cuando las cosas vienen de dos en dos y nunca sabes sobre cuál escribir? Parece que en París eso de “a mí me daban dos” es l’habitude.


Sobre la cama, el afinador y el metrónomo, las cañas nuevas desperdigadas. Mientras te tomas el café, lo miras. Negro y plata: elegancia pura; el calor de la madera y el frío pinchante del metal en la mañana de otoño que se cuela por las rendijas de una ventana que no cierra bien. Un reflejo dibuja la silueta sinuosa del instrumento que te espera. La vista, la perspectiva de una mañana con él, da fuerza al débil rayo de sol que apenas entra por los cristales sucios.

¿Cuánto hace? ¿Cinco, seis años? ¿Cuánto tiempo te he tenido abandonado? Mi infidelidad no tiene perdón, y lo sé. Tantos años juntos, tantas cosas. ¿Te acuerdas? La hora temida con ese maldito valenciano que tanto nos hizo sufrir, que tantas lágrimas provocó, a duras penas reprimidas. Las tardes de invierno, con el sol del desierto llenando de calor una habitación con piano, fumando en la ventana mientras calentábamos. Y luego las clases de orquesta, a última hora de la noche, ya derrengados. ¡Cuántos viajes acurrucados en la parte trasera de coches viejos tras esas tardes geniales de conservatorio! ¿Y la banda? La salida del ensayo en noche cerrada, ni un alma en la calle o en la carretera, en esa oscuridad que todo lo devoraba. Los conciertos y los certámenes, las cenas de desvarío donde el vino corría como en una orgía romana y acabábamos tocando y bailando pasodobles. El Robus, el Pedrín, el Güili y el Bruno, los dos Forris, las nenas… Nada que ver con las procesiones, ¿eh? Esas terribles procesiones: el frío adherido a unos dedos que apenas si notaban tu contacto; las piernas que no podían, ya al final, aguantar el peso de un cuerpo derrengado tras tres horas; la búsqueda de una pizca de luz con la que leer las marchas nuevas. La delicadeza de La madrugá o la belleza de La Macarena. ¿Te acuerdas, mi vida?

Hoy sí. Hoy sí te acuerdas. Por fin.

El monótono tic-tac del metrónomo, reloj inexorable del tiempo, de la duración de cada nota. Cañas nuevas del 3 ½ en un vaso para su puesta a punto. Entre mis manos heladas, el peso del tubo de madera, de tus llaves frías de metal; en mis labios, el tacto un poco hosco de la caña.

Notas tenidas. ¿Te acuerdas? Esas interminables escalas de redondas. La columna de aire que te da vida; mi aliento. Y, de repente, tu voz. ¿Cuándo fue la última vez? Hace demasiado… Mis labios gritan de dolor y mis pulmones apenas pueden alimentarte. Es más el dolor que te hago que el que sienten mis músculos desentrenados; más el notar cómo te fallo, como me faltan las fuerzas y tu voz es por mi culpa incapaz de inundar el espacio. Lo siento. Lo siento tanto...

Pero todo es práctica, amor; todo lleva su tiempo. ¿Nunca te has parado a pensarlo? Hace más de dos meses que ni siquiera te toco, que no abro tu maletín. Y sí, es verdad, la primera vez ha sido duro. Ambos hemos sufrido. Pero, ¿acaso al final, cuando por fin hemos tocado algo de verdad, no te has sentido bien? Ese intento de Concierto de Mozart, de Concertino de Weber. ¿Acaso, por un momento, no han corrido por tus vetas las fuerzas, por tu interior el aliento vital? Sí, lo sé: no eres ni sombra de lo que fuiste, y es por mi culpa. Apenas llego a hacerte vibrar, a dar vida a pasajes y piezas tantas veces ensayados, tantas veces repetidos, que nos han hecho reír y llorar. Ya lo sé, cariño: demasiado tiempo. Demasiado.

Es irónico, ¿no? Tener que salir de Madrid para volver a encontrarnos. Quizá nos está vedado estar juntos allí. Es irónico venir a Paris para conocernos de nuevo. Qué diferencia, ¿verdad? Mojácar… París… Quizá tu sonido, ese sonido caoba, dulce unas veces, brillante y orgullosa otras, sea el mejor para la ciudad de Napoleón y Baudelaire, para el refugio de Wilde y Cortázar. Quizá tu ambivalencia, tu camaleónico carácter, funcione mejor en esta gran ciudad, esta metrópoli, confluencia de tantas y tantas culturas. Quizá en nuestra historia era necesaria la luz y la sombra de París. No lo sé, pero es posible. De momento, aliento mío, nos hemos vuelto a encontrar, aquí, en París. ¿Y no es acaso París la Ville de l’Amour? On peut donc continuer notre affaire, chérie. On peut nous rencontrer ici, à Paris, et se souvenir de tout; et vivre un autre fois la plus brûlante histoire d’amour. Qu’est-ce que tu penses, chérie? On essai?

miércoles, 13 de octubre de 2010

La vie en rose


Hay cosas que, en Madrid, Paris o la Conchinchina, nunca cambian. Un ejemplo muy claro es, ¿cómo decir?, el vicio de los cómics: una es incapaz de pasar por la Rue de la Harpe y no entrar a cotillear. O de llevar la tarjeta encima e irse a casa sin los tres de Blacksad que había en la tienda.


Lo bueno de tener todo solucionado en tu casa es que, por fin, puedes empezar a pensar en cosas interesantes. No sé, cosas como a quién demonios hay que matar para conseguir contactar con la Asociación Cultural y reservar una entrada para ver —atención, por favor, e imagen de Homer babeando por una rosquilla— La flauta mágica de MOZART con un montaje de PETER BROOKS en la puta OPERA DE LA BASTILLA por sólo 20 pavos. (¿Sabéis qué taquicardia me entró cuando lo vi en el programa?!). O, qué te digo yo, cómo elegir entre las miles de películas que echan en la cinemateca de mi facultad, desde La novia de Frankenstein hasta Anne of the Indies, pasando por una RETROSPECTIVA completa de ERNEST LUBITSCH que, por supuesto, pienso tragarme entera. Sin hablar, claro está, del asunto deportivo: ahora que he visto que en la facul no ofertan pilates, no me decido entre esgrima (hay siete cursos diferentes, incluyendo esgrima con capa y con vizcaína), salsa y tango, y métiers du cirque. Lo mejor: que cuando se trata de cosas para universitarios, si no es gratis (véase cine, y para más información accedan a http://www.cinematheque.fr/), te cuesta una ganga.

Pero bueno, todo eso son cosas aún por mirar. De momento, hemos inaugurado lo que podríamos llamar libertad de movimiento con un estupendo cineforum en el Hall A1 en el que nos han puesto dos pelis la mar de raras (una francesa sobre un Tour que ganó Bahamonte y una road-movie del 71 de esas de cine independiente que casi no tiene diálogos), de las que no me acuerdo ni del nombre y que, realmente, tampoco es que me hayan encantado; pero oye, sólo el hecho de poder hacer algo así, es una gloria. Y si a eso sumamos el sábado tan movido que me espera, con un taller de teatro para el que me tengo que aprender un diálogo —¡socorro!—, y luego el maravilloso espectáculo de Les chaises de Ionesco, que de hecho me tendría que haber leído ya pero siempre se me olvida; creo que el asunto pinta bien, ¿no? ¡Ah!, y por último, pero no por ello menos importante, he de ser sincera y decir que mis ganas de suicidio social (también llamado ridículo) llega hasta el punto de presentarme la semana que viene a una audición como clarinetista de una orquesta, en la que tengo que tocar alguna pieza y algún estudio para montrer mes habilités musicaux. Lo más gracioso, que ni tengo embocadura —¿eso qué es?— ni absolutamente ninguna partitura aquí. On verra.

En fin, sólo quería deciros que la cosa pinta bien y que, para variar, empiezo a meterme en más movidas de las que puedo abarcar. Creo que mejor dejo para otro día historias como las manifestaciones de ayer o la poli hoy en mi edificio porque alguien ha pretendido violar a una de nuestras queridas dammes. Sobre cómo me va en clase o la exposición que tengo que hacer sobre la descripción de Dulcinea como parodia de las damas de las novelas de caballería, ya os contaré cuando no tenga nada más interesante. De momento, no es que el asunto pinte mejor fuera que dentro de las aulas, pero es que los miércoles no tengo clase y hoy ha sido un gran día con muchas cosas nuevas. ¡Qué le voy a hacer! J’adore Paris!

domingo, 10 de octubre de 2010

Cómo poner un cerrojo... y no morir en el intento


Cuando, el otro día, Loïc me preguntó si sería capaz de montar una estantería del Ikea, y le dije algo así como “la duda ofende”, pero en francés, lo que no me imaginaba es que, tan sólo una semana más tarde, me vería poniendo un cerrojo por primera vez en mi vida.

Realmente, poner un cerrojo no es tan difícil: coges las medidas más o menos, haces el bujero, metes el bombín y pones los tornillos. No, claro, si lo difícil no es poner un cerrojo: lo difícil es hacerlo con una taladradora con la que no puedes ajustar las brocas; lo difícil es hacerlo sin ningún tipo de lija a mano, sólo con un martillo, un destornillador doblado y unos alicates de cortar. Lo difícil, señores míos, es hacer un agujero de dos centímetros de diámetro con brocas del 4 que se caen cada dos minutos, sea dentro o fuera de la casa, con la única alternativa de utilizar el destornillador como cincel y los alicates de manera similar, girándolos dentro del agujero a ver si sale algo de virutilla, y las brocas inútiles de la taladradora como lijas. Eso, damas y caballeros, es lo difícil de poner un cerrojo a una puerta.

Lo bueno, que Paola y yo nos lo hemos pasado pipa escondiéndonos, muertas de la risa, cada vez que oíamos pasos en la escalera, amén de lo bien que se siente una cuando, contra todo pronóstico, se descubre a sí misma más manitas de lo que alguna vez pensó. ­—¡Qué pasa! ¡Que yo eso de los cables y los enchufes, de las seguetas y los clavos, lo tengo más que superado de hace tiempo! Que se lo digan a Paola, lo bien que hicimos los empalmes el otro día para usar una lámpara de mesa como lámpara de techo. Que somos unas máquinas.—

Lo malo, amén del cansancio mental que el trabajito nos ha dado, es que el dichoso tema me ha eclipsado un finde estupendo con Juanki.

¿Cómo deciros? No es sólo que haya venido y haber visto que estamos como siempre, que la cosa va bien, y que me haya obligado a comprarme otra cortina para cerrar mi cuarto (ahora, con la coña, una cortina es blanca y la otra verde manzana). No, lo bueno es que me he pasado todo el finde conociendo mi barrio con mi chico. Pero claro, no es un barrio cualquiera: es el IIe de París.

No sé si os he hablado ya de mi barrio. En fin, supongo que lo primero que debería deciros es que mi calle es famosa por ser la de las putas viejas desde el siglo XVIII, por lo que tampoco puedo decir que me extrañara demasiado cuando Paola me dijo que ese señor tan amable que me había subido mi gigante maletón cuando llegué es en realidad el chulo de las dammes de mi portal. Ahora, que nada que ver con la calle Amor de Dios y otras por el estilo de Madrid. ¡Qué va! Aquí, hasta las putas tienen ese je-ne-sais-quoi francés que les da, dentro de su condición, cierta clase. No sé, supongo que el conocerlas ya, el saludarlas todos los días —Bonjour! Bonjour!—, el verlas con el perro o tó viciás a la Nintendo DS entre cliente y cliente…; el saber que tienen horario de diez de la mañana a ocho y media de la tarde, y que cuando llegues de clase a las diez de la noche ya no van a estar… Pues, oye, esas cosillas, como que le quitan sordidez al asunto.

Pero bueno, eso ya lo sabía yo antes del finde. Lo que he descubierto con Juanki, en cambio, es que si tiras por mi calle para arriba hay mogollón de tiendecitas de barrio y terracitas de braseries, que los domingos cierran al tráfico. Lo que he descubierto es que hay un cine de Arte y Ensayo en la plaza del Centre Pompidou, a diez minutos de casa, y que si sigues Saint Martin para abajo, hay una iglesia gótica —supongo que la de Saint Martin— preciosa y donde todos los sábados hacen conciertos y otras movidas culturales. Y también que si sigues para abajo y cruzas el Sena, hay un mercado de flores y plantas como el antiguo de San Miguel, de estructura de hierro y acristalado, nada caro para ser París. He descubierto que Rivoli es como preciados y la parte de abajo de Saint Denis, un poco como Montera. Que Les Halles se convierte, en fin de semana, en un parque precioso donde ir a leer cuando hace sol. He descubierto que mi casa está equidistante de la Opera Garnier por el Oeste, de la Place de la Republique por el Este y de Notre Dame de Paris por el Sur. Al norte tengo Montmartre, pero aún no he llegado a subir. He descubierto, en fin, que me encanta mi zona: que vivo en una calle sórdida y popular con historia, en pleno centro de París, y por un alquiler de risa para la Ville des Lumières.

He descubierto, también, que puedo ir por Paris sin mapa y no perderme. Que puedo ir con mi chico tranquilamente sin tener que soltarle la mano cada vez que llegamos a una esquina porque, más o menos, sé a dónde vamos a llegar. Y me encanta. Me encanta estar aquí, vivir aquí. Y me encanta enseñarle la ciudad, mi ciudad, a mi chico.

Sí, definitivamente, un gran finde. Lástima que mañana empiece otra semana y tenga que madrugar, pero, ¡qué narices!, ¡Tengo todavía tantas cosas por descubrir que lo estoy deseando! Me pregunto si mañana, en Thèâtres Anciennes, empezaremos por teoría o por práctica. Lo de actuar en francés un lunes a primera hora es mortal, pero ¡tan divertido!


sábado, 9 de octubre de 2010

Exorcismo.


Realmente, es una pena no poderme haber puesto a escribir hasta esta hora. A mediodía sabía perfectamente qué y cómo decirlo; ahora se me ha bajado la adrenalina y estoy en blanco.

Hoy Paola y yo nos hemos pasado el día exorcizando la casa de Caroline. Hemos gastado dos sacos de basura, tres estropajos y un bote entero de lejía. Cuando se lo he contado a mi madre me ha hecho la inocente pregunta de si habíamos usado guantes, casi me meo de la risa: hemos sacado aliens de los sitios más inesperados del mundo.

Pero quizá debería empezar por el principio. Hace apenas tres días que me instalé. Y eso que llevo cuatro en la casa, pero el primero no cuenta.

Yo ya había visto lo que llamo mi pequeño cuchitril el día de la visita, y me pareció de lo más hippie y mono del mundo. Ahora, que cuando el viernes, después de un día agotador, dos viajes cargando cosas (uno con trastos y otro con mi famosa maleta) bajo una lluvia torrencial y un frío de muerte, llegué aquí, casi me da un soponcio. Caroline me dio las llaves y se piró, y de repente, a las once de la noche, me encontré en una especie de antro inmundo y sin nada de comer, salvo unas benditas Oreos que llevaba yo en el bolso.

Creo que sobran las explicaciones si, con los antecedentes que ya sabéis, os digo directamente que lo único que podía hacer era ponerme a limpiar. Y ya si os cuento que terminé a las 8 de la mañana, en una casa de menos de 40m2, y calculáis el tiempo, vosotros mismos os daréis cuenta de que algo no iba bien.

De cómo he pasado a esa sensación de terror y asco que nada tiene de sublime a considerar mi cuchitril como una casita adorable, gran parte la tiene Paola. Pasamos pues a la presentación de personajes con otro pequeño flashback.

Llevo en Paris desde el 21 de septiembre, y he tardado diez días de desesperación en encontrar casa. Por fin, hace justo una semana, llamé a una tal Alissa que dejaba su habitación por un año, y vine a hacer la visita. Fue todo muy subgéneris: un trato de palabra inmediato, sin apellidos ni firmas ni nada. A mi, realmente, me daba un poco igual, porque había encontrado una casa y podía entrar el viernes, justo el día en que Johanne me echaba de su casa.

Con esto llegamos a mi famosa noche de horror y sufrimiento, limpieza desesperada con estropajo y espátula y amanecer desastroso de mi primera noche en la casa. Mi compañera, Paola, estaba fuera todo el finde, y mi horror se fue acrecentando ante la perspectiva de haberme metido a vivir con semejante cerda, a pesar de lo que algunos me habían dicho de que las italianas, por lo general, son limpias. (A lo que yo contesté que ésta debía de ser la excepción).

Como mi finde ya lo conocéis, saltaré directamente a ayer, y sigo ya un relato cronológico de mis aventuras. Cuál no sería mi sorpresa cuando, al llegar a casa después de seis horitas de clase en franchute, y esperando encontrarme vete-tú-a-saber-qué de la compañera que me esperaba, lo que encontré fue la taza del café fregada, la casa aún más ordenada de lo que yo la había dejado, y una notita de Paola que me llegó al alma, diciéndome que había visto que yo había fait le nettoyage y que estaba encantada de encontrar por fin una compañera que quisiera hacer de la casa un lugar agradable, que con las anteriores estaba horrorizada. Mira que a mí no me gusta comer sola y apenas había visto a esta chica diez minutos cuando la visita, pero de repente, y tras la idea que me había ido formando de ella a lo largo del finde, aquella me pareció una de las mejores comidas de mi vida, leyendo y releyendo aquella bendita carta que me dio la vida.

Me fui, pues, de lo más feliz a hacer la colada más grande de mi vida, con ropa de más de diez días, una cortina y la funda del colchón (que hasta el momento había tenido del revés porque soy así de lista y no me he comprado una, y que aún después de limpia, sigo poniendo del revés); y, alegre coincidencia, cuando a la vuelta me esperaban cuatro pisos de escalera, doblada como iba por el peso, me encontré en el buzón a Paola, casi me pongo a saltar de la alegría.

Podría decirse que ese fue el comienzo de una gran amistad. Una amistad que empezó por innumerables muestras de amor y agradecimiento por ser las dos de igual parecer en cuanto a la limpieza y la higiene, y que inauguramos yéndonos a cenar las dos por ahí. Una gran cena la de anoche, conociéndonos y comentando grandes ideas para hacer de nuestro pequeño cuchitril una casita adorable.

Unas ideas que, fundamentalmente, se resumían en el exorcismo de Caroline: la que en un principio conocí como Alissa, la compañera de Paola que dejaba el piso; la responsable de toda la mierda y el desorden de la casa, de los pegotes de cera que me obligaron a destrozarme las rodillas el viernes por la noche, de que Paola sólo viviera encerrada en su cuarto y tuviera que irse a duchar a casa de una amiga; la que ha tenido un mes la toalla y las sábanas sucias por en medio y que utiliza la casa como almacén, yendo y viniendo cuando le viene en gana, solamente para meter aún más mierda en la casa. Caroline, de la que hemos pasado toda la mañana intentando no dejar traza en el apartamento y con la que mañana vamos a hablar seriamente para que nos de la llave.

Supongo que la unión hace la fuerza. De alguna manera, la “otredad” de la que tanto habla Cortázar, esa “otredad” amenazante de Casa tomada, está para nosotras personificada en Caroline. Ninguna manera mejor de empezar una relación que la alianza contra un enemigo común, y así hemos empezado Paola y yo: luchando contra la presencia inmunda y horrible de Caroline en la casa. ¿A que parece una historia de terror?

En fin: ha sido un día genial. A pesar del asco, de los aliens, de los chorros de agua negra que caían de los armarios de la cocina, de las estanterías llenas de Caroline que hemos desterrado a la entrada y que amenazan con venírsenos encima cada vez que abrimos la puerta; a pesar de los dos sacos de mierda que hemos sacado y nuestras manos quemadas por la lejía (y eso que hemos usado guantes). A pesar de eso, ha sido un gran día. Un día que recordaré siempre como el momento en que esto ha empezado a ser mi casita, nuestra casita. Cuando he llegado de clase y he visto la nota de Paola ­—“J’aime notre maison”—, ¿cómo deciros? Me encanta. Me encanta mi casa. Me encanta mi compañera de piso. Y yo a ella también. Mañana se lo vamos a decir a Caroline: está fuera. La casa es nuestra, y nadie la va a tomar.

Bienvenus à Paris


¡Buf! ¿Cómo empezar? ¿Por un vuelo que casi pierdo? ¿Por una hora y media de viaje más veinte minutos de buscar una casa con una bolsa de diez kilos en una mano y un maletón de más de veinte en la otra? ¿Por una llegada en situación de inmersión a una soirée française después de casi dos meses sin tocar el idioma? ¿Por lo dificilísimo que es para un extranjero sin aval francés encontrar un piso, o incluso una habitación para vivir?... O quizá sea mejor empezar por las cosas buenas: por una amiga que se ha portado como un sol acogiéndome y ayudándome en todo lo posible; por todo el francés que he aprendido en sólo diez días; por un curso prometedor con asignaturas que jamás habría soñado poder cursar en la uni y que me encantan, de la primera a la última; por una habitación bohemia en un barrio sórdido en pleno coeur de la ciudad; por una Nuit Blanche de locura con la que inaugurar mi casa y mi curso en Paris.

¿Cómo empezar? Las dudas y la desesperación han quedado ya atrás. Lo siento por Giorgia, y sobre todo por Laura; al fin y al cabo las he dejado un poco tiradas. Las pobres siguen buscando y yo… Yo estoy por fin en mi casa, con la habitación limpia y ordenada, recién estrenada; la ropa fuera ya de la maleta, repartida entre la estantería y el paraván. A un lado de la ventana, fotos; al otro, farolillos de Lyon. En las estanterías, los primeros libros que leer: de Shakespeare a Ionesco, pasando por Sófocles, Marlowe y Calderón; de la lírica medieval francesa a los grandes mitos como Tristán e Isolda o El caballero de la Charette; para noviembre, un primer trabajo sobre le personnage du jongleur dans le “Roman de la Rose.

Sí, el curso promete. Y aquí estoy: mi primer domingo en casa desde hace tanto… Me encanta mi cuarto, con sus vigas vistas y su suelo de colores, con su colchón en el suelo y su falta de puerta. Es tan bohemio, tan parisino…

Ah! Paris, Paris… Qu’est-ce qu’on fera demain? Qu’est-ce que tu as pour moi, quelle surprise? Hier, quand on était en train de chercher des choses, avec la bouteille de mosquel, près à la Seine; hier, quand on est arrivés à Notre-Dame, à la belle Notre-Dame dont tants poètes on écrit... Il a été hier quand finalement je me suis sentie chez toi. J’étais à Paris!! Paris la Grande, Paris la Belle; la Ville des Lumières, de l’Amour. La musique de ta langue, ta rise, tes cris de joie; le goût épecial de ton air, le couleur de ton ciel... J’étais à Paris. Plutôt: je suis à Paris. Et je v’y rester pour un an. Un an chez toi, Paris. Sera-t-il suffisant? Vais-je réussir à te connaître, ou tu vas rester comme le trésor secret, la fiere perle enfermée dans l’huître? Vas-tu te faire découvrir pour moi?

Paris, chère Paris, demain la semaine commence, mais aussi ma vie chez toi. Je t’ai connu hier soir, et je me suis tombée d’amour. Demain je vais te chercher, t’habiter, te vivre. Demain, ça sera le debout de notre histoire. Paris, je t’aime, et depuis demain, tu vas m’aimer aussi. A demain, chérie...