Recuerdo la primera vez que la ví: esos ojos vigilando desde la barandilla del descansillo. Cuando pasamos, ni siquiera se inmutó; sólo nos siguió con la mirada; con esos ojos de ámbar, fijos en cada uno de nosotros, en cada movimiento; esos ojos de lechuza, inquisitivos, amenazadores.
A la mañana siguiente, seguía allí. Bajo el sol de primavera —fue alrededor de mi cumpleaños, última semana de abril—, las pupilas no eran más que una línea casi invisible en el círculo amarillo. Había algo sobrenatural en esos ojos. Sin moverse, miró cómo salíamos, cómo entramos a mediodía. Si hubiera sido de pelo corto, habría parecido una figura de porcelana.
Pasó una semana. La dábamos de comer, y ella nos vigilaba. Siempre en la barandilla: siempre en alto; siempre cerca de la puerta, pero a suficiente distancia para que no la tocáramos. Poco a poco, empezó a tener greñas, a llenarse el pelo de pequeñas hojas y pajas del campo. Pero ella seguía allí, siempre allí. Sin intentar entrar.
Mi madre dice que llamó a todos los veterinarios de la zona. Yo no me acuerdo pero la creo. Era de raza —un persa humo—, perfectamente alimentada, con un pelo sano, fuerte y que el primer día se veía recién cepillado. Unos mechones oscuros alrededor de los ojos —de esos dos ámbares como de serpiente— le daban una expresión seria, digna, casi de enfado permanente: quizá vigilaba o quizá no; quizá fuera sólo su cara habitual. Nadie había reclamado su pérdida.
Un día, la dejamos entrar. No la cogimos, ni la metimos: sólo abrimos la puerta y esperamos. Ella nos miró, bajó de la barandilla y entró. Lo hizo con seguridad, con paso firme y el rabo —ese mechón de pelo siempre enarbolado como un gallardón orgulloso— mirando al cielo. Tenía un andar digno, tranquilo, como de reina. Poco a poco, aprendimos que ese era su carácter, que tenía una dignidad especial, como remota, o mítica; algo inherente que no se aprende, sino que se tiene porque sí. Solíamos decir que esa gata nos miraba por encima del hombro.
Lo primero que hizo cuando entró fue marcar distancia con los otros habitantes. Cosa rara, fue más permisiva con los perros; quizá porque eran perros, y son diferentes —más simples, más bastos. Con los gatos fue diferente: pasó bastante tiempo hasta que dejó que alguno de los otros se le acercara. Ya cuando entró por la puerta dejó claro que nadie podía molestarla, que nadie podía cruzarse en su camino. No fueron pocas las veces que oímos pelea en el salón. Cuando ella llegaba, Gastón y Flora huían, se subían al respaldo del sofá o a la mesa del salón. Y ella paseaba a sus anchas por la casa, con su rabo —su plumero— tieso; como una reina en su castillo.
Pronto decidió que su dueño iba a ser mi hermano: le seguía a todas partes y dormía con él; era al único al que permitía que le hiciera perrerías; el único que podía cogerla o tocarla el rabo; el único que podía abrazarla y estrujarla. A los demás nos gruñía, nos bufaba, nos arañaba: esas cosas le hacían perder su dignidad, y sólo a Guille le estaba permitido ofender su orgullo gatuno. Por supuesto, andado el tiempo, esas eran precisamente las cosas que le hacíamos para chincharla, pero su caballero andante siempre aparecía en su defensa, fuera ella la víctima o la causante.
Decidimos llamarla Morgana: un nombre de reina; un nombre de bruja. Le iba al dedillo, con sus andares majestuosos y su agresividad, con su galardón peludo y sus ojos maléficos, con su clara diferencia entre la adoración por mi hermano y el desprecio por los demás. Morgana, como la hermana de Arturo.
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Recuerdo varias imágenes suyas.
La recuerdo en todo su esplendor, un mediodía de sol en la terraza: sentada entre las macetas, con su pelaje gris resaltando entre el verde y el ocre. Estaba en todo su esplendor, guiñando los ojos con placidez bajo la luz mediterránea, observando nuestros movimientos desde la otra punta de la terraza; elegante, altiva.
La recuerdo también al fondo del pasillo, entre las sombras; como una esfinge en medio del camino, en la encrucijada; controlando las puertas de los dormitorios y el baño. Cuando se ponía ahí, los otros gatos no se atrevían a pasar y los perros lo hacían con mucho cuidado: se acercaban muy lentamente y pasaban rápido, con miedo. Ella era consciente de su poder y lo disfrutaba; le encantaba sentarse ahí; saber que estaba impidiendo el paso, que imponía respeto suficiente. Una esfinge camuflada en la oscuridad del pasillo —vigilante, amenazadora—, dispuesta a atacar al caminante. A veces, se escondía en el recodo y se tiraba a quien pasara.
La recuerdo también en la ventana de mi madre: un halo blanquecino enmarcándola a contraluz delante del campo y el mar. Su rabo —su famoso rabo— cayendo por la pared, y ella tranquilamente al sol, ahí en lo alto, como en una atalaya. Desde ahí controlaba la escalera —quién subía, quién bajaba—, y sabía que nadie la iba a molestar.
No le gustaba mucho salir. Cuando lo hacía, no desaparecía en la maleza como los otros, sino que se quedaba por la escalera; siempre a la vista, siempre al sol. Había sido una gata casera y estaba acostumbrada a andar sobre asfalto y empedrado más que sobre terreno virgen. Eso formaba también parte de su dignidad: salía a la terraza o al descansillo y se tumbaba al sol o se subía a la barandilla, a observar el mundo. Nunca fue de caza, nunca hizo nada que cambiara esa imagen majestuosa, esa apariencia soberbia. Cuando llegó, ni siquiera comía pienso: solamente carne, y jamón de York. Nunca he visto un gato al que le gustara tanto el jamón de York: creo que era la única cosa por la que perdía la compostura.
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Recuerdo el verano en que tuvimos a Lula. No debía de tener ni cuatro semanas cuando la trajo mi tía. Los demás gatos la olieron y se fueron, disgunstados por la cría, pero Morgana no. Morgana se quedó con ella; y la adoptó. Le dio muy fuerte: incluso empezó a dar leche.
Recuerdo a las dos sobre la silla de mimbre, justo delante de la estufa: la pequeña, echa una bolita, con sus ojos todavía cegatos inentando verlo todo; la grande, sobre ella, alerta a cualquier movimiento alrededor, dispuesta a saltar a los ojos de cualquiera que se acercase demasiado. Seguramente Roco o Sancho salieron con algún arañazo en la nariz. No dejaba que nadie las tocara.
Un día, se parapetó en el cuarto de mi hermano. No dejaba entrar a nadie: se hinchaba como una bola y bufaba como una loca; se pasó todo el día tirándose a los pies que franquearan la puerta. Desde el marco, se entabló un serio entre nosotros y la gata: nos miraba más fijamente que nunca, más amenazadora que nunca; midiendo la distancia y calculando en qué preciso momento debía saltar para defender a su cría. Creo que sólo mi hermano consiguió entrar —por supuesto, su príncipe azul siempre tenía permiso—, pero aun así no le dejaba tocar a la pequeña. Se pasó días así; hasta tuvimos que llevarle comida y agua a la habitación, y sólo iba a la arena muy de vez en cuando, y tardaba un suspiro en volver con su cría.
Poco a poco, Lula fue creciendo, y Morgana se tranquilizó. Aun así, ya cuando la pequeña correteaba por toda la casa, ella siempre estaba allí; vigilando, controlando que no le pasara nada. Teníamos miedo de que siguiera así al final del verano, cuando se la llevaran, porque las gatas a las que les quitan los cachorros se deprimen.Por fortuna, para cuando llegó el momento, Lula ya era suficientemente mayor como para que su madre estuviera tranquila. Aun así, los primeros días la buscó por todos los rincones de la casa.
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Un día, Morgana dejó de atacar. Ya no se lanzaba a los otros con las uñas fuera cada vez que pasaban junto a ella; ya no nos mordía. Simplemente, maullaba.
La gata era ya mayor cuando la castramos —supimos que a los gatas de raza no se les castra por aquello de criar, pero nosotros no lo íbamos a hacer y sufren mucho durante el celo—; por eso tenía una voz grave, profunda. Su maullido, tan orgulloso y desafiante antes, cuando mantenía a todos a raya, se convirtió en una especie de queja, en un planto por su dignidad ofendida si alguien pasaba demasiado cerca o la tocaba el rabo. Era un maullido un poco más largo de lo normal, y sonaba a dolor del alma. También empezó a gruñir más.
De las acciones, había pasado a las palabras. Se dedicaba a sentarse en las sillas —siempre había preferido los sitios altos y resguardados— y a vigilar desde allí. De vez en cuando, y sólo si alguno pasaba suficientemente cerca, le lanzaba la zarpa. Por fortuna para ella, ya todos la conocían, y lo que antes había sido miedo pasó ahora a respeto: nadie la molestaba, y los perros aún pasaban junto a ella mirándola de reojo. Poco a poco, también los gatos empezaron a acercarse y, aunque siempre a una distancia prudencial, se sentaban en la silla de al lado, o en la otra punta del mismo sofá.
Sin embargo, ella siguió como siempre: la misma dignidad en el andar; los mismos ojos fijos, controlando el panorama —ya fuera desde debajo de la mesa o desde lo alto de cualquier sitio que le gustara—; la misma figura majestuosa; el mismo carácter fuerte y parcial. Lo único que cambió fue la nueva tranquilidad en la casa; la ausencia de maullidos de pelea y sonido de carreras y huídas precipitadas.
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De cuando nos cambiamos a Madrid, tengo pocos recuerdos claves. Quizá porque se pasaba la mayor parte del tiempo con mi hermano en su cuarto; quizá porque la mesa de la cocina tiene mantel y no la veía tanto. Quizá porque el cambio de vida —la ciudad, el encierro, la oscuridad— la fue apagando poco a poco.
La recuerdo sobretodo en imágenes sueltas: recogida sobre la cama de mi hermano, mirando de reojo a un Gastón despatarrado en la otra punta. En el balcón, tomando el sol de primavera tranquilamente sentada, tiesa y atenta. Otra vez en la cama, pero ahora, escondida entre la de arriba y la de abajo, sacando la zarpa cada vez que Albus se acercaba. La recuerdo en una de las sillas de la cocina, mirándole ladrar, hinchada como un pavo. La recuerdo en brazos de mi hermano, ronroneando; y él diciéndole mil cucamonas, y metiéndola dentro de la sudadera, y diciendo que la culpa es de Flora porque ataca por la espalda.
Recuerdo que poco a poco se fue poniendo más blanca; sobre todo esa mancha oscura que la hacía tener el ceño siempre fruncido; y la barbilla. Recuerdo que incluso dejó de odiarme —yo siempre la chinchaba—; que se me acercaba y se dejaba acariciar; que hasta se dejaba coger y ronroneaba.
Recuerdo cuando hace dos veranos le dio por no querer saltar para comer; cómo se acercaba y te miraba, y maullaba para que la subieras. Recuerdo a mi hermano plantándole los besos más sonoros del mundo en la cabeza, mientras ella miraba a todo el resto desde lo alto. Recuerdo cómo gruñía a cualquiera que intentara acercarse a su caballero andante cuando ella estaba en sus brazos. Recuerdo cómo miraba, desde su regazo cuando Guille jugaba al ordenador, y vigilaba a los perros, a Gastón y Flora sobre la cama. Si era ella quien estaba en la cama, los otros se ponían en la otra punta, y se miraban de reojo, marcando distancias.
Recuerdo cómo empezó a estropeársele el pelo; cómo aquel pelaje lustroso, brillante, que la hacía duplicar su tamaño, empezó a ser gris y apagado; cómo aquel rabo presuntuoso empezó a parecer un plumero desarrapado. Recuerdo cómo empezó a adelgazar; cómo empezó a pesar menos; cómo la siguiente vez que le cortamos el pelo se le marcaban los huesos de las caderas.
Recuerdo este verano. Recuerdo cuando dejó de comer: cómo empezamos a alimentarla a base de jamón de York —estaba encantada— y luego, cuando ni siquiera podía digerir el jamón, a base de paté. Poco a poco, mejoró. Incluso cuando le salió el pelo de otoño, casi parecía la de antes: vieja, sí, pero igual de guapa que hace un par de años. Igual de digna. Igual de orgullosa.
Recuerdo estas Navidades, con Zambra. Hacía tiempo que Morgana no estaba tan bien. Pareció activarse, con la infancia: de nuevo el mal humor; de nuevo las zarpas; de nuevo los gruñidos cuando alguno —especialmente la nueva— se acercaba demasiado. Recuerdo un par de viajes que le echó, y cómo la pequeña aprendió el truco de la silla: esconderse detrás del mantel y vigilar; y si uno de los perros pasaba, atacar como una loca desde su parapeto.
La recuerdo una de las últimas noches, sentada en la silla de al lado de mi hermano; su cabeza asomando, como si estuviera sentada a la mesa. Vigilaba cómo la enana bebía leche, y advertía a Flora de que Guille era suyo, amenazándola con la mirada por si se le ocurría subirse. Y Güili la cogió, como siempre, y la puso en su regazo; y ella marcando terreno: era suyo, y nadie se lo iba a quitar. Ni siquiera la edad y la falta de energía pudieron con su amor.
Recuerdo la mañana en que la ví cojear y llamé corriendo a mi madre. Le fallaban las patas...
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El otro día, no sé por qué, me puse a pensar en La Bola. No sé, pero me acordé de aquella primera vez; de cómo entró en casa y cómo se impuso. Me acordé de ciertas imágenes —algunas que he mencionado; otras menos dignas, situaciones en las que no le gustaría ser recordada. Desde aquí, desde París, de repente me dió por pensar en ella, sin ningún motivo en especial.
Va a ser raro volver y no verla allí, vigilante sobre la cama de mi hermano, majestuosa caminando por la casa, sibilina escondida en la silla de la cocina; no oir su maullido o su gruñido —su queja ofendida; su advertencia orgullosa—. Va a ser raro no ver a mi hermano con ella en los brazos; sus increíbles historias en su defensa, acusando a Flora de haber empezado la pelea. Va a ser raro no ver sus ojos —esos increíbles ámbares sobrenaturales, controladores y amenazadores— observando desde el otro lado de la habitación, desde el pasillo, desde la puerta; siempre desde esa distancia prudencial. Va a ser raro no cruzármela por casa y sentir que me mira por encima del hombro.
No lo sé. El otro día simplemente me dió por pensar en ella. Y ahora... Ahora simplemente va a ser raro no encontrarla cuando vuelva a casa.