sábado, 4 de diciembre de 2010

Isolda

    Seignors, fait el, pour Deu merci,
Saintes reliques voi ici.
Or escoutez que je ci jure,
De quoi le roi ci aseüre:
Si m'aït Ex et saint Ylaire,
Ces reliques, cest saintuaire,
Toutes celes qui ci ne sont
Et tuit icil de par le mont,
Q'entre mes cuises n'entra home,
Fors le ladre qui fist soi some,
Qui me porta outre les guez,
Et li rois Marc mes esposez.
Ces deux ost de mon soirement,
Ge n'en ost plus de tote gent.
De deus ne me pus escondire:
Du ladre, du roi Marc, mon sire.
Li ladres fu entre mes janbes.


Luego dicen que Isolda da miedo a los hombres, que representa el femenino deseado y temido. ¡Madre mía! ¿Y se extrañan? Entre los ascendientes míticos y la ambigüedad, aquí la dama no se corta un pelo.

Os explico: esta tirada es el juramento que hace la amiga delante de todo el mundo —su esposo, el rey Marcos; su protector, el rey Arturo; su amante, Tristán; y toda la corte— de que los únicos que han entrado entre sus piernas son su marido y el leproso que acaba de pasarla de un extremo a otro del puente del Mal Paso. Leproso, todo hay que decirlo, que es en realidad Tristán disfrazado, por orden de la reina. ¿Conclusión? Sin caer en perjura, Isolda se libra de toda acusación de adúltera y condena a ser quemada viva —o algo peor. Vamos, que la chica no es tonta.

Ni tonta, ni nada que se le parezca. El episodio del Mal Paso —versión de Béroul, segunda mitad del siglo XII— es, sin duda, el clímax del personaje, el momento álgido en el que se muestra tal y como es. Para el lector, claro: Isolda es la reina del “faux-semblant”, de la intriga y el engaño.

Veamos sus rasgos: físicamente, la descripción de Isolda bebe de los cánones clásicos y corteses. Ojos claros, cabello dorado y hasta los pies, piel rosada… Elegancia y belleza en grado sumo, mil veces descrita por el narrador y loada por los cortesanos. En esta escena en concreto, vestuario digno de una reina por cortesía del padre Ogrin, perfectamente detallado. Isolda encanta y enamora a todos: su rubor la convierte en esa mujer frágil que todo hombre desea proteger, en esa dama ideal e inalcanzable que todo caballero desea servir.

Pero, ¡amigo! Otra cosa bien distinta es su carácter. Vengativa y cruel, mentirosa y disimulada, calculadora a sangre fría, la reina convence y engaña a su antojo con una retórica digna de Nerón. No en vano, tanto en la versión de Béroul como en la de Thomas, es suya la primera voz que leemos al comenzar la novela. Una voz que dirige y ordena; que guía a su caballero Tristán, “qui agit sous son impulsion dans les circonstances décisives ou secondaires de leur existence” (P. Jonin, p 164-165); que convence a su marido de su inocencia; que consigue la muerte de sus enemigos y la piedad de sus partidarios. Una voz que revela al lector el lobo bajo la piel de cordero.

Isolda proviene de Irlanda. No sólo dentro de la novela, sino dentro del imaginario popular. Nada se inventa en el siglo XII —sólo se reescribe—, e Isolda supone una mezcolanza mítica de tomo y lomo, que la emparenta con los misterios del Otro Mundo, con hadas célticas y brujas del país de las brumas, con valkirias y diosas griegas, con mujeres-pájaros y fuerzas de la naturaleza. Isolda es una mujer fuerte, un rol activo, precisamente porque no es una mujer. Con la belleza de un hada y la crueldad de una valkiria, con la astucia de una heroína griega y la reputación de una reina artúrica, Isolda se planta en un nivel superior; un nivel en el que adquiere un poder que escapa al resto de personajes, a los hombres que la rodean. Y da miedo.

Da miedo porque su fuerza, su poder, es el que mueve la acción de la novela. Es ella la que sana a Tristán, la que le da a beber el filtro —si bien éste ha sido preparado por su madre, al compartir nombre, de alguna manera se plantea a Isolda como heredera de estos conocimientos—; es ella la que engaña al rey en la entrevista del bosque, haciéndole creer en una falsa inocencia por medio de un discurso que el propio Tristán no entiende hasta casi el final; es ella la que trama el regreso a la corte, la que prepara la escena del Mal Paso. Isolda es quien ríe al enterarse de la muerte del primer barón, la que dirige la flecha de Tristán hacia el tercero; la que no tiene piedad del Caballero Negro. Ella, que con su cara de inocencia consigue la protección de Arturo y el perdón de Marc, el amor del pueblo y la servidumbre de Tristán, no es otra que la que mueve los hilos de la historia.

¿Víctima del filtro de amor? Sí, por supuesto. Pero no tanto como Tristán, quien ni siquiera casándose con otra deja de amarla, cuando ella queda feliz al lado de su marido (las escenas de las Locuras de Berne y Oxford hablan por sí mismas). ¿Víctima de tres años de huída y penosa vida en un bosque? No hay duda. Pero como mujer, emparentada con la regeneración y la fecundidad de la naturaleza, de alguna manera se encuentra en su ambiente.

El filtro y los ascendentes míticos plantean un sinfín de posibilidades del personaje. Por un lado, el arte de las plantas y la fitoterapia presentan una cierta ambigüedad: si bien Isolda se ve afectada por el filtro, no lo es tanto como el pobre Tristán. Además, sus conocimientos son más que eficientes en las dos curas de su amante, así como en la tercera, pese a que no llegue a tiempo. La idea de brujería la relaciona con esa Irlanda misteriosa, ese Fin del Mundo del siglo XII rodeado de mitos y magia. Como conocimiento exclusivamente femenino, Isolda se sitúa en un nivel superior en cuanto al hombre y a su amante, poniéndose a su vez en relación con las plantas, a la naturaleza y a la tierra, es decir, con una capacidad regenerativa y fecundadora, una fuerza telúrica y oscura que la reenvía, de nuevo, al misterio y a la magia.

El origen céltico se ve también en otros rasgos de la novela: si el filtro remite a los mitos sobre geis, la huída de la corte con el amante desciende directamente de las sagas aithedas y de una serie de leyendas paganas sobre jóvenes que, por huir de un marido impuesto, se convierten en pájaros. El episodio del Mal Paso, sin embargo, tiene de un origen mucho más amplio: desde las pedaucas (hadas con piernas de pato) hasta las mitologías griega y egipcia, no son pocas las veces en que una diosa se disfraza de vieja y pide a algún mortal que la lleve a la otra orilla de algún río. El agua, que de alguna manera puede detectar y castigar a la perjura, se plantea como un impedimento a evitar: quizá por eso Isolda no llega, en la novela de Thomas, a tiempo para salvar a su Tristán. (P. Walter)

El origen de Isolda es, por tanto, mágico. El rayo de luz en la escena del bosque, como el que señala el lugar de un tesoro o una puerta al Otro Mundo, y el guante de cristal que Marco le devuelve, como señal de que ha visto a los amantes, y que entronca con toda una tradición de objetos mágicos de cristal cuyo ejemplo más conocido actualmente es el del zapato de Cenicienta, son otros dos motivos que emparentan el personaje con un mundo más allá del humano. Isolda es una diosa, y como tal, tiene poder absoluto sobre el hombre: todo caballero y rey cae rendido ante su belleza, convencido ante su palabra. Bajo su apariencia humana, bajo el rubor y la humildad que muestra en público, se esconde un auténtico volcán que sólo se aparece en la intimidad. Si su pasión la convierte en víctima, su astucia en vencedora y su crueldad en verdugo. La desmesura de cada una de sus acciones proviene de la fuerza de su personalidad, de la herencia mítica del personaje. Ni siquiera al desdoblarse en el relato de Thomas pierde su fuerza, su iniciativa, su decisión.

Isolda da miedo. Lo daba al público masculino del siglo XII (G. Duby); casi lo da ahora. Isolda es liberal en sus apetitos, hechizante en su belleza, convincente en su discurso y cruel en su venganza. Isolda es la mujer que todo hombre desea, pero que también teme. Es el pack completo: el uncanny de Poe, lo sublime de Aristóteles. Isolda, damas y caballeros, es quien maneja los hilos, quien inventa el cuento, quien controla la acción. Isolda es, desde el punto de vista narratológico, ni más ni menos que una diosa que juega con los humanos, con los hombres. Y como fémina, como diosa, da miedo. ¿Acaso no hay razón para ello?

viernes, 3 de diciembre de 2010

Día de biblioteca. Día de descubrimientos.

Unas escalinatas eternas que ascienden del Sena. Miras a derecha e izquierda: alcanzar sus límites parece una empresa imposible. Hacia el frente, casi no alcanzas a ver el último escalón. Comienzas a ascender; de alguna manera, cada peldaño parece empequeñecerte. A cada lado, como las esfinges de La historia interminable, empiezan a asomar dos torres. Altas, cuadrangulares, irguiéndose orgullosas hacia el cielo gris; surgiendo del misterio del final de la escalera y agrandándose, agigantándose a cada nuevo paso. Tras el último peldaño miras atrás, al río, y sientes como que algo se ha quedado atrás; algo de ignorancia, algo de inocencia. Frente a ti, la gran explanada se extiende, casi infinita. Las enormes torres parecen vigilarte, atentas, furiosas, como guardianes de algún tesoro secreto y prohibido. Un escalofrío te recorre la espalda mientras te diriges hacia el centro, hacia el abismo que, como un torbellino, parece absorber la vida, el calor, la humanidad; una Caribdis pétrea y silenciosa que aterra y atrae a un mismo tiempo; un Hades en cuya oscuridad se pierden las almas sin remedio.

La Bibliothèque National François Mitterrand es cálida y silenciosa. Dos plantas que rodean un jardín lleno de árboles; grandes ventanales por los que apenas se cuela un poco de la tímida luz de una tarde de diciembre. Las salas alternan un muro de estanterías plagadas de saber con largas mesas de madera, amplias y agradables al tacto. Hay mucho espacio por persona y las sillas son cómodas. Los libros están al alcance de tu mano, y puedes trabajar con dos pilas enormes frente a ti, sin depender de un máximo, de una espera del depósito. Los susurros, el ruido de hojas pasando y de papel rasgado por plumas —aquí todo el mundo usa pluma—, el movimiento tranquilo y cuidadoso de cientos de estudiantes, llenan de vida una sala cuyos muros se elevan al infinito, hacia unos techos altos y levemente iluminados en los que se pierde la vista de los distraídos; como si se tratara de otro mundo, de otro espacio en el que uno ya no es uno mismo, sino una idea que se te escapa, elevándose hasta alcanzar la nube de pensamientos en las alturas. Abajo, un espacio ocupado físicamente, por calor, ruido y movimiento; arriba, por un tejido etéreo y envolvente; invisible, pero de alguna manera presente, palpable.

Moverse por la biblioteca no es difícil: para entrar en las salas necesitas pasar el carnet, y las puertas son como las de metro. En el pasillo, que como un claustro rodea el jardín, hay mucha gente, y no sabes muy bien si están descansando del duro trabajo o han venido a refugiarse del frío. La moqueta rojiza y la madera que lo separan de las salas contrastan con el gris del exterior, con la humedad y la helada que los viejos árboles sufren con paciencia. Dentro, aunque no hace calor, se está bien. Todo invita al estudio, a la búsqueda, a la consulta.

Como la madera de los muros, los tomos de papel y las maderas de cartón son cálidos y tentadores. Recorres las estanterías: la mirada se pierde en filas interminables de libros de todos los tamaños y formas, de todos los colores. A veces, pasas también la mano, acariciándolos. Necesitas cuatro y, mientras los buscas, encuentras títulos que te hacen desear una eternidad de tiempo para consultarlos. Por alguna razón, te acuerdas del cuento de Borges y sonríes: aquí ves el exterior al fondo de cada pasillo; tienes la promesa del placer, de la búsqueda, de la obsesión, pero también la posibilidad de la salida, de la huída.

Cuando por fin encuentras lo que necesitas, vuelves a tu sitio. A esa gran silla cuyo respaldo ancho y cómodo te hace sentir especial; a tu espacio, mínimo en la larga mesa, amplio para trabajar. Colocas la pila delante tuya, hacia un lado para no hacerte sombra. Sacas el estuche y la carpeta. Coges los folios, algunos ya llenos de garabatos, de notas para el trabajo; otros blancos, límpidos, tabula rasa en la que pronto tendrás un poco más de conocimiento, una pizca del saber escondido entre las páginas. Sacas la pluma y abres el capuchón; al colocarla entre los dedos sientes un cosquilleo especial, una especie de energía.

Es entonces cuando miras los libros; cuando lees los títulos, valorando cuál va a ser el primero, escogiendo el que parece más interesante. Alargas la mano para alcanzar la promesa…

miércoles, 1 de diciembre de 2010

París. Frío y gris a perpetuidad.

Sin embargo, hoy no te parece tan horrible. Hoy pega que sea así: pega la gente con la cabeza baja y con prisa; pegan los colores oscuros de los abrigos, el cielo nubloso, el humo y las luces de los coches, pese a ser bien entrada la mañana. De alguna manera, todo eso, que ayer te parecía horrible, hoy te gusta.

Uno de diciembre. Frío; mucho frío. Lo que más te preocupa es el pelo mojado, apenas escondido bajo el gorro. Lo piensas de camino, mientras te cambias en unos vestuarios mixtos y te haces un plan de la sesión —calentamiento a completo, brazos…; hoy voy a trabajar las piernas—. A la salida, apenas un segundo en notar las manos heladas, la nariz goteante.

Pequeños copos blancos revolotean por doquier. Al menos—te dices—, la temperatura no ha bajado de cero grados. Mínimos, como polvo de hadas, los ves recortarse sobre los tejados oscuros, sobre los escaparates sin luces del mediodía. La gente, todavía sorprendida, no ha tenido tiempo de llegar a sus destinos, de refugiarse del frío.

¿Sabéis esa leyenda de que Rowling escribió los dos primeros de Harry Potter en una cafetería, huyendo del frío? Yo, que no escribo, que no tengo ni para tomarme un café, me refugio en la biblioteca.

Pero no me puedo concentrar. La nevada, sin llegar a ventisca, es cada vez más fuerte. A través de los grandes ventanales, la mirada y la mente se pierden en cada mota blanca, en el conjunto de algodones. Poco a poco oscurece, y apenas sí adivinas que siguen cayendo, perennes, interminables.

En la biblioteca hace calor. Por lo menos, ya sientes las manos, y has dejado de temblar. Vuelves en ti y comienzas a trabajar; a leer y releer, a marcar versos, a buscar libros. De vez en cuando, la mirada vuelve a escapar a través de los cristales. Ya casi no se ven, pero sabes que siguen ahí, como una lluvia de pequeñas estrellas heladas.

Cuando por fin te echan, a la hora de cerrar, vuelves a verlos, a oler el frío, a sentir cómo cae sobre ti, empapándote, helándote. Pero, de alguna manera, te alegras, y en lugar de hacer el transbordo acostumbrado, bajas a tres paradas de metro y subes andando, disfrutando el momento; disfrutando el frío, la nevada, las luces de Navidad, ya encendidas.

Es uno de diciembre. París brilla de alegría. Y nieva.